La hipersensibilidad: la vida como cristal
"Hijos sin padre: ensayo sobre el espíritu de una generación" es el nuevo libro del columnista y rector de la U. Diego Portales, Carlos Peña. En esta crítica de largo aliento, el académico se pasea por los factores políticos y culturales que cruzan a la sociedad chilena. "La hipersensibilidad" es un adelanto de su obra.
Por Carlos Peña
Un estudiante se quejaba en una celebración universitaria de que se ofrecieran completos y sándwiches de carne. Él era vegano y el solo hecho de presenciar cómo otra gente los consumía, lo perturbaba y, según confesó, lo violentaba. Su pareja asintió. Ambos se sentían -y su actitud mostraba que eran sinceros y no simulaban en modo alguno- víctimas. Muchos estudiantes se sienten también verdaderamente heridos si el profesor es irónico y otros sienten que su salud mental está en peligro si se les establecen exigencias muy altas o si el calendario no cuenta con suficientes periodos de descanso o si acaso no se les brindan varias oportunidades para aprobar un curso. Otras personas califican de violencia las expresiones demasiado terminantes o incluso opuestas a lo que ellas piensan. Hay quienes se sienten sobrevivientes por haber experimentado alguna agresión, por ejemplo, sexual, asimilando la gravedad de su situación a la de quien estuvo en un campo de concentración y vivió para contarlo. Una refutación que en un torneo escolástico merecería aplausos, hoy día arriesga el peligro de ser considerada equivalente a un puñetazo. El valor educativo de los textos ya no se relaciona con su contenido sino con la identidad o la biografía del que los escribió, de manera que las novelas de Faulkner no valen la pena debido al machismo que atraviesa sus páginas, tampoco la Política de Aristóteles por haber aceptado este la esclavitud y menos los poemas de Neruda, a quien se perdona su alabanza de Stalin, pero no la agresión que, avergonzado, confesó en sus memorias. La imagen de un mundo que es un entramado de redes de micropoder desde las cuales se ejerce violencia simbólica, parece estar invadiéndolo todo.
Por supuesto, el análisis de este problema suele ser mal entendido. La gente cree que cuando nos asomamos a estos fenómenos y a su expansión con el afán de comprender cuál es su origen, estamos desconociendo que el reclamo que les subyace esté justificado. Desde luego, no es así. En todos esos casos hay un perjuicio de variada amplitud (porque no es lo mismo una ofensa que una agresión sexual o física, si bien ambas son dañinas) que desmedra en alguna medida la integridad de alguien. Lo que es digno de examinar, sin embargo, es por qué hoy se reacciona de la manera en que se hace frente a ellos y por qué, en especial, lo que ayer parecía banal o no se advertía, hoy sin embargo suscita la reacción.
Este cambio en la forma de afrontar los riesgos de la interacción o de la existencia -el fenómeno hacia el que acabamos de llamar la atención- no es, desde luego, inédito. Es el caso, por ejemplo, de lo que alguna vez se llamó melancolía, y más tarde la psiquiatría describió como «tristeza inmotivada» hasta considerarla hoy una forma de depresión, a la que, en fin, se examina como un fenómeno histórico cultural inscrito, a la vez, en los resortes más profundos de la condición humana. Es probable que las diversas formas de agresión que hoy dan lugar a lo que, con ánimo polémico, se ha llamado «victimismo» comparta esa doble característica: hay algo allí de cultural, pero también inscrito en la forma en que el ser humano concibe su propia integridad.
¿A qué se deberá ese fenómeno que, junto a los anteriores que hemos descrito, también es posible constatar en Chile? ¿Qué factores culturales podrían haberlo configurado?
Es probable que ese tipo de conducta hipersensible esté asociada a los fenómenos -que ya examinamos- de la anomia o la contradicción cultural entre un mundo que cada vez exige mayor desempeño y que, a la vez, invita a diseñar la propia vida. Es posible pensar que cuando los individuos carecen de una orientación normativa compartida (porque las agencias de socialización se debilitan) broten criterios particularistas de lo que es bueno o no lo es, expandiendo lo que se considera dañino o inaceptable a aspectos que apenas ayer se consideraron como los inevitables roces que impone la vida social. Cuando los individuos se quedan a solas y sin el apoyo de agencias externas que los ayuden a configurar la experiencia, su subjetividad se transforma en el criterio final de lo que es correcto o no. Como sea, uno de los rasgos más frecuentes que se observa hoy, especialmente en las nuevas generaciones, es la hiperestesia social, una especie de extrema sensibilidad en la interacción. Así, uno de los aspectos más notorios del debate público y de la forma en que concebimos las relaciones sociales es que hoy las personas son en extremo proclives a detectar agresiones en el lenguaje, en la gestualidad o incluso en las costumbres ajenas.
Es lo que la literatura denomina -con ánimo polémico, claro está- la cultura del victimismo.
Esta se acentuó en los últimos años y se manifestó fuertemente en octubre de 2019 y en la Convención Constitucional que siguió. Así, los pueblos originarios son presentados como una víctima colectiva (y nunca como un agente de agresiones); una cierta versión reduccionista del feminismo presenta a las mujeres como pacientes de un daño (que no requiere ser probado caso a caso porque es el género el que permite inferir el maltrato, según se sigue de la frase «amiga, yo te creo»); ciertas culturas alimentarias o el animalismo serían agredidos por quienes son omnívoros, etcétera. Este fenómeno está acompañado de un discurso político extremadamente moralizante y quienes lo profieren se ven a sí mismos como redentores. El resultado es que el pueblo es presentado como un puñado de víctimas dignas de ser redimidas.
Junto a esa cultura del victimismo, se arriesga la aparición de una cultura del antivictimismo. Se trata de una actitud frecuente en los sectores más conservadores o de derecha, en los que la denominación de víctima se transforma en un epíteto que disminuye a la persona. «Hacerse la víctima» o insinuar que la condición de víctima es una forma de ser remunerado u obtener ventajas es un ejemplo de esta virulenta reacción contra la hipersensibilidad que también se observa en la cultura contemporánea. Otro ejemplo de esta reacción (igualmente peligrosa para los ideales liberales que el victimismo) es el feminismo antivictimista:
Aunque las feministas antivíctimas no comparten ningún vínculo organizativo oficial, sus críticas son notablemente similares. Las mujeres [...] sostienen, ya no son oprimidas como grupo, y el progreso de las mujeres como individuos se ve ahora en gran medida obstaculizado por el movimiento feminista. Las feministas víctimas habrían «traicionado» a las mujeres exigiendo un colectivismo inflexible y alimentando actitudes inadaptadas que impiden a las mujeres disfrutar plenamente de los frutos del mercado. También se acusa a este «establishment feminista» omnipotente de fomentar el «moralismo histérico», la mojigatería sexual y los escudos legales para las mujeres. Según este punto de vista, si las mujeres son víctimas son víctimas del feminismo victimista (*).
¿Qué hay tras todo esto y en especial detrás de la hipersensibilidad y los fenómenos asociados a ella?
Para comprenderlos, y luego criticarlos sin incurrir en el antivictimismo que se acaba de mencionar, puede ser útil un breve rodeo sociológico.
En las sociedades más tradicionales el concepto básico era el honor.
"Un estudiante se quejaba en una celebración universitaria de que se ofrecieran completos y sándwiches de carne".
"Hoy día, en cambio, la sociedad estaría transitando hacia otro tipo de cultura que se ha llamado la del victimismo".