En el nombre del padre
Un relato existencial de abuso e incesto pone en la vitrina Christine Angot. En este adelanto de su novela autobiográfica, "Viaje al este", una niña de 13 años conoce al hombre que marcará su vida para siempre.
Por Christine Angot
Conocí a mi padre en un hotel de Estrasburgo que no sabría situar. El edificio tenía unos cuatro pisos. Delante había algunas plazas de aparcamiento. Se entraba a través de una puerta acristalada. La recepción estaba a la izquierda. Al fondo había un ascensor. Una escalera de madera con una alfombra que recorría los peldaños y amortiguaba los pasos. La fachada era más bien moderna. La piedra, blanca. Tenía bajorrelieves de forma geométrica. Eso creo. Era durante las vacaciones de verano. Yo tenía trece años. Acababa de terminar quinto curso. A mi madre se le había ocurrido que hiciéramos un viaje al este de Francia. Salimos de Châteauroux a principios de agosto. Nos detuvimos en Reims, en Nancy y en Toul. Llegamos a Estrasburgo un día de entre semana, a última hora de la mañana.
Mi habitación estaba en el segundo piso, y daba a la calle. La de mi madre estaba en el piso de arriba, en la parte lateral. La mía debía de mirar al este o al sureste, porque la luz era muy intensa. El papel pintado era amarillo. Tenía mi cuarto de baño y mi aseo. Por lo general, mi madre y yo compartíamos la misma habitación. Mi padre había hecho la reserva y nos había llamado por teléfono. Mi madre me lo pasó. Me eché a llorar al oír su voz.
Estaba sentada en la cama, ansiosa. Llamaron a la puerta. Entró mi madre.
-Vale, acaba de llamarme. Sale ahora de la oficina y estará aquí en veinte minutos. ¿Prefieres esperar aquí, o abajo en recepción?
-Aquí.
Me aposté delante de la ventana.
El corazón me latía con fuerza.
-¿Qué coche tiene?
-La última vez un DS, pero ya hace tiempo. Debe de haberlo cambiado desde entonces.
-¿De qué color?
-Bueno, hmm..., azul, quizá.
Yo no tenía el menor recuerdo de él. Ni decía que quisiera conocerlo. Cuando me preguntaban dónde estaba, contestaba que había muerto.
-No te quedes ahí, Christine. Ven. Ven a sentarte a mi lado.
Había visto una sola foto de él, tomada antes de que yo naciera. Llevaba una camisa blanca remetida en unos pantalones con cinturón. Estaba delgado. Tenía el pelo castaño, llevaba gafas.
La figura masculina de mi infancia era mi tío. Un año le di el regalo que hicimos en el colegio por el Día del Padre. Un estuche para peines de imitación cuero que se podía deslizar en el bolsillo de una chaqueta. Porque a él le gustaba ir bien vestido y perfumarse, y yo no me atreví a enviárselo a mi padre. Me sentí incómoda al dárselo. Nunca le vi utilizarlo.
Mi abuelo venía a Châteauroux una vez al año. Un judío europeo nacido en Alejandría que hablaba diez idiomas. La relación entre mi madre y él era muy difícil.
Había pocos hombres en mi entorno. Los contactos eran distantes, las conversaciones se limitaban a la cortesía. Los comerciantes. Los padres de mis compañeras. Todos mis profesores eran mujeres. Iba al colegio privado de la ciudad. Los sábados, los padres esperaban a sus hijas a la salida. Los veía de lejos, sentados al volante del coche, casi siempre un DS, o me cruzaba con alguno en el pasillo de un piso cuando me invitaban a una fiesta de cumpleaños.
Llamaron a la puerta. Entró mi padre. La imagen que me había hecho a partir de la foto no se correspondía con la realidad. Solo había visto hombres así en la televisión o en el cine. Un aspecto elegante y relajado, sin corbata, el pliegue del pantalón sobre la punta del zapato, el pelo muy negro, un poco largo en la nuca, un mechón a un lado. Me eché en sus brazos, llorando, con la respiración entrecortada por los sollozos.
-Me alegro de conocerte. Estoy llorando porque estoy contenta. Estoy contenta...
-Yo también, Christine.
Me rodeó con los brazos. Mi madre me puso una mano en la nuca y me dijo palabras tranquilizadoras.
La habitación estaba llena de luz.
Mi padre había reservado una mesa en el bufet e la estación, que aparecía en la guía Michelin y ofrecía especialidades alsacianas.
-¿Te gusta el chucrut?
-No mucho, no.
-Veo que tienes personalidad, en todo caso.
Mi madre dijo, con los ojos brillantes y la comisura del labio levemente alzada:
-¡De tal palo, tal astilla, Pierre!
Él sonrió.
Una sonrisa muy particular. Los labios finos y muy estirados.
En el ascensor, sostenía un cigarrillo entre los dedos. Sus manos tenían la misma forma que las mías. Me sorprendió que mi madre no me hubiera dicho nada de esa semejanza.
Luego pasamos por delante de la recepción. Visualicé la imagen que dábamos, y aceché las miradas con esa imagen en la mente. Sentí una oleada de orgullo. Una sensación de ligereza, y a la vez de importancia.
En el aparcamiento, él caminaba delante de mí. No estaba tan delgado como en la foto. Acababa de cumplir cuarenta y cuatro años. Todo indicaba confianza en sí mismo. La manera de alargar e paso, el balanceo de los hombros, la forma en que estos se movían bajo el ancho de la chaqueta, la cabeza erguida, la espalda recta. Mi madre no se quedaba atrás. Falda blanca, blusa verde, collar de marfil, pendientes. Él señaló una dirección extendiendo el brazo, con las llaves del coche en la mano:
-¿Veis el blanco, allí?
La radio empotrada se encendía con un gran botón azul. Un revoltijo de mapas de carretera y de guías Michelin desbordaba la guantera. La cerró con un golpe seco. Su pulgar tenía la misma curvatura que el mío, la uña respingaba de la misma manera. Apretó un botón en el salpicadero.
-¿Qué es?
Yo estaba sentada en la parte trasera, él se puso de perfil y acercó el extremo rojizo del mechero a su cigarrillo. Movió el pomo del cambio de marchas, bajó la ventanilla y apoyó el codo en la puerta. Arrancó. No recuerdo el trayecto (...)Yo llevaba una camiseta roja con tres botones pequeños, comprada en una tienda la que solían ir las niñas de mi clase.