Por Sebastián Grant Del Río
A mediados de los años 90, más o menos 1993 ó 1994, fue la señora Fresia Vega, presencia vital en la clásica Librería Estudio de calle Aníbal Pinto, gran lectora, conocedora y muy buena al momento de recomendar autores y obras, quien me puso frente a un escritor llamado Paul Auster.
Del autor norteamericano, en ese momento un desconocido en mis lecturas, me recomendó "La música del azar", novela originalmente publicada en 1990 y editada por Anagrama al año siguiente.
Fue la puerta de entrada a un nombre que se tornará vital en el desarrollo de las letras de su país, mundial durante toda esa década y más. Ello, para hacer de la literatura un ejercicio de viajes y trayectos por diferentes sentires, pesares y experiencias humanas.
También por el azar, tema trascendente para Auster en el transitar de sus más de 30 obras publicadas, viajes que le sirven para reflexionar sobre la vida y los misterios que ella encierra, sobre todo por la condición de estar vivo y ser consciente de aquello.
En ese sentido, los personajes de sus ficciones como también de ese corpus literario de no ficción si se quiere -"A salto de mata", "Experimentos con la verdad" y "Diario de invierno", entre quizás seis títulos de aires poéticos en esa línea- apuntan a develar misterios en torno a esa condición vital.
Son experimentos de un escritor que habló de su propio yo, pero desde la vereda del frente del texto, de tramas que llevan al lector por laberintos complejos en su simpleza. Es lo que le ocurre a Jim Nashe, personaje central de "La música del azar", una vez que es abandonado por su mujer.
Desencadena un deambular por una vida de carácter errante, cual "Barón Rampante", citando a Ítalo Calvino; que se topará con una aventura que nunca imaginó -tampoco el lector- por efectos del azar. El juego, el póquer y Jack Pozzi lo internan en una pesadilla de carácter kafkiano, gótica y terrorífica al mismo tiempo. Una que, simplemente, el lector no puede dejar de leer.
De repente aparece
Un detonante literario, a nivel personal, que posiblemente tampoco imaginó la amable señora Fresia a mediados de los 90 en la Estudio, cuando puso en mis manos la citada novela. El azar se hizo parte, como ese hecho no buscado que abre un vértice lleno de sorpresas, particularmente, frente a un escritor sorprendente en todas sus formas, sobre todo, en los títulos de aquellos años.
Y vendrían otros libros apostados en las repisas de la librería penquista: "El palacio de la Luna" (1990), "Leviatán" (1993) "Mr. Vértigo" (1995), y "La trilogía de Nueva York", publicada por la misma editorial española en 1997.
De ese tiempo data también la lectura de "La invención de la soledad" (Anagrama, 1994) texto impresionante, donde Auster desarrolla una atenta mirada al padre, la paternidad y su relación. La de él con su progenitor, en una trama de no ficción dividida en dos partes "-Retrato de un hombre invisible" y "El libro de la memoria"- de alcance poético, metaliterario y sugerente. En parte sirve para comprender aquellos temas de base de un autor que, pareciera siempre haber buscado respuesta a esa gran pregunta sobre quiénes somos.
¿Y quiénes somos? Seres humanos, finalmente, que vivimos con una sola gran certeza: la muerte. La misma que se llevó a Paul Auster esta semana a los 77 años y que desde sus libros primeros como "La invención de la soledad", originalmente publicado en 1982; hizo del azar un gran tema. Acá sobre la muerte, la del padre y la de un hijo que la encontró 42 años después.
"Un día hay vida", parte escribiendo Auster en este texto, donde acota más adelante en el mismo párrafo: "…Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte".
Y de repente, nos sorprendimos con la muerte de Paul Auster (1947-2024) quien, más allá de toda anotación biográfica y destacada, que esa se encuentra en todos lados; escribió prácticamente medio siglo. En ese tiempo, largo o corto, dejó un puñado de obras brillantes -las que acá anotamos, ciertamente- y otras que van a quedarse con nosotros -lectores- que un día, que no sabemos, también vamos a morir.
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