Este año conmemoramos cinco años desde los incendios forestales conocidos como "tormenta de fuego". En enero del 2017 ocurrió el peor incendio forestal registrado en la historia de Chile, que quemó 546.677 hectáreas, destruyó 2.831 edificaciones, desplazó a más de 8.129 personas y causó 11 muertes.
Estos hechos aumentaron la conciencia del riesgo que enfrenta la mayoría de las áreas pobladas del territorio centro sur de nuestro país, expuestas a incendios forestales, y de la necesidad de abordar este riesgo a través de la planificación urbana. Se hizo evidente que se necesitan cambios en la forma que regulamos, gestionamos y desarrollamos las zonas de interfaz urbano-rural, ya que es aquí donde más personas y bienes están expuestos a estos siniestros.
Como es frecuente después de un desastre, posterior a la tormenta de fuego hubo un ímpetu inicial por generar diversos cambios para mejorar la forma en que se gestiona el riesgo de los incendios forestales. En particular, comenzó la tramitación del proyecto de ley que propone un nuevo marco institucional para la Corporación Nacional Forestal (Conaf), cambiando su nombre a Servicio Nacional Forestal (Sernafor), y considera cambios a la Ley General de Urbanismo y Construcción (LGUC). Los cambios de la LGUC facilitarían la incorporación y regulación de las áreas de interfaz urbano-rural desde el punto de vista de la mitigación del riesgo de las emergencias forestales.
Lamentablemente, desde 2017 a la fecha muy poco ha cambiado. El proyecto para modificar la LGUC sigue en tramitación en el Congreso. Tal como esta iniciativa, ha habido muchos otros infructuosos intentos de cambios en los sistemas de planificación urbana para incorporar los incendios forestales. Y, mientras tanto, estos siguen impactando ciudades.
En el contexto de la gestión de desastres la experiencia es costosa., pues se paga con mucho sufrimiento y dolor, pérdida de seres queridos y bienes preciados. Las familias afectadas por los eventos ocurridos en 2017 merecen que su dolor no sea en vano. Como país necesitamos organismos que sean capaces de aprender de las experiencias pasadas y que se adapten y cambien de manera proactiva a medida que el contexto y los problemas que enfrentamos también cambian, para así reducir las posibilidades de que un desastre de ese tipo ocurra nuevamente. Urge desarrollar y promover el conocimiento, los procesos, las prácticas y las voluntades que permitan aprender y mejorar.