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Tomás Harris, el poeta al que visitaban los cóndores

El poeta y jefe de Ediciones Biblioteca Nacional acaba de publicar "La memoria del corazón", libro en el que cruza por las vías de la muerte, el amor, los vecinos y el vuelo del ave nacional.
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Por Valeria Barahona

Una portada en estricta gama de negros, grises y blancos abriga los más recientes poemas de Tomás Harris, quien, acorde a su línea creativa, atraviesa el horror de lo cotidiano, pero esta vez interpelando a la humanidad entera, luego de más de un año de confinamiento. Esta es "La memoria del corazón" (Ediciones Universidad Diego Portales) sobre lo que siente un hombre a las puertas de su jubilación, de qué forma el amor -o el recuerdo de él- puede abrazarlo, así como cuál es la manera de establecer un nuevo pacto de convivencia con los animales.

"Esta escritura fue rodeada por el amor, el deseo, la vida, la muerte, el tiempo, y la propia vulnerabilidad que uno ha vivido", afirma el jefe de las Ediciones Biblioteca Nacional, uno de los sellos chilenos cuya preocupación es, precisamente, resguardar la memoria colectiva no solo como un compendio de hechos, sino que también de emociones.

Para contar "La memoria del corazón", el profesor de español egresado de la Universidad de Concepción (UdeC) se apoyó en las conversaciones, en forma de verso, que mantuvo con un vecino mayor. Los dos hombres recorren el jardín común a paso lento, sorprendiéndose por la idea del fin y de un nuevo comienzo, aunque el vecino "es un personaje que creé en el libro anterior, 'Unheimlich: poemas de amor, deseo y muerte', para tener a alguien con quien dialogar, porque para tocar temas tan complicados y personales necesitaba un de alter ego, por llamarlo de alguna manera, un doble".

-Que quizás puedes ser tú mismo en unos años más.

-Es posible. Porque ya a los 65 años uno entra a la jubilación, la vejez, y lo que conlleva aquello, también la muerte.

-Pero la muerte ahora se volvió transversal, ya no es algo solo de las personas mayores: a los 30 uno sabe que puede estar en peligro si descuidó la mascarilla, o no se lavó las manos y se tocó la cara.

-Entre los poetas que leí para estructurar este libro están Raymond Carver ('De qué hablamos cuando hablamos de amor'), Allen Ginsberg ('Aullido'), William Carlos Williams ('La invención necesaria') y Charles Bukowski ('Pulp'). Los leí para contar lo que nos está sucediendo. Además leí un libro que me hizo mucho sentido en medio de la pandemia: 'La soledad de los moribundos', de (el sociólogo) Norbert Elias. Porque ahora, si te contagias, la muerte es soledad absoluta. Él dice que la muerte (como tema) se había evitado desde el siglo pasado hasta ahora. Al Álvarez, en 'Un Dios Salvaje', afirma que el año clave es 1920, como un tabú y no como un tema tan 'presente'. Pero ahora, en las diversas zonas biosociales, como las llama él, la muerte es algo inesperado, que también tiene que ver mucho con lo que hace el individuo en su vivencia personal.

-Personal como cuando el poeta del 32 huele una flor de jacarandá y le encuentra olor a muerte.

-Yo vivo en el 32 de mi condominio (ríe) pero podría ser cualquiera. Abajo hay un caminito con unos árboles que no son precisamente jacarandás, pero no importa, porque ahora tú vas caminando y lo que antes te olía a vida, hoy huele a muerte. Ahora pienso la poesía de una forma muy personal. Como lo que hablábamos antes: tu experiencia de la muerte es tu experiencia de la muerte. Más allá de una experiencia social, que existe dentro de la vida política, el rito mortuorio finalmente está prohibido.

En el reporte televisado sobre el avance de la pandemia "aparecen los cuatro jinetes del Apocalipsis del Gobierno anunciando, como si no pasara nada, la muerte de 120 personas en un día, transformando la muerte en un número, una suerte de ecuación: eso me preocupa y me angustia", afirma Harris, para luego agregar que, así como las vidas, "hay otras cosas que se han ido perdiendo, antes de la pandemia. Incluso, como la conversación, que es una suerte de arte personal, y sin ella, sin el diálogo, somos nada. Nos quedamos más solos incluso que intubados por el coronavirus", por eso creó al vecino: "Para que ese diálogo nos haga sobrevivir"

AMOR Y REVOLUCIÓN

-En "La memoria del corazón" dices que "solo los poemas de amor son revolucionarios", pero hoy, cuando está prohibido conversar cerca, bajarse las mascarillas y un beso en la boca es un acto de fe, es una época muy triste ¿no?

-Afortunadamente vivo con mi mujer (Teresa Calderón, autora de 'Mujeres del mundo, uníos'), entonces no tenemos que sacarnos la mascarilla para darnos un beso (ríe), un cariño. En el prólogo del libro Pedro Gandolfo (crítico de El Mercurio) afirmó que 'en este momento, el único elemento sólido es el amor', es decir, la estabilidad y firmeza presente en este poemario es el amor. El amor es un absoluto en un universo de contingencia. En un tiempo permanente donde estamos viviendo el día a día, el lunes y el domingo son iguales. Pero, pese a esto, el tiempo sigue pasando. Sigues envejeciendo, entonces lo único sólido es el amor. Y el amor como una forma revolucionaria de ver el mundo. El amor siempre fue revolucionario, siempre cambió las cosas: estuvo dando la pelea al autoritarismo, las dictaduras, incluso a la peste. Mi libro es un manifiesto contra la muerte.

-Se suele decir que "no hay Eros sin Tánatos", pero actualmente parece al revés.

-El libro está estructurado en la memoria. De ahí el nombre. El hablante lírico recuerda sus primeros amores, el descubrimiento del Eros. Luego está el presente, la contingencia que se metió en el poemario, porque lo que estamos viviendo es algo inaudito. Eros y Tánatos ahí están abrazados de manera irrevocable y absoluta, ahora la pregunta es quién gana.

Mientras escribía "La memoria del corazón", el autor mantuvo sobre el escritorio "dos textos, aunque uno es una pintura: 'El triunfo de la muerte', de Pieter Brueghel, el Viejo, que nos asusta con la peste. Justo a esa imagen estuvo 'Y la muerte no tendrá dominio', un poema de Dylan Thomas. Eso junto al recuerdo de los amores: Tanto de mi esposa como de algunas pololas antes de ella, van estructurando una suerte de memoria que me permite sobrellevar esta relación de Tánatos y Eros".

EL ABRAZO DEL CÓNDOR

-En el libro también hay una escena donde llegan cóndores a la casa del narrador.

-Vi en las noticias que con las cuarentenas, en todo el mundo, los animales entraban al hábitat humano. Y pensé en los cóndores, porque es un ave que está más o menos agónica, al punto de la extinción. Un día vi un cóndor sobrevolar mi barrio, en Las Condes, y los imaginé recuperando su hábitat y que uno podía dialogar con ellos o, más que hablar, convivir. El cóndor fue para mí como un símbolo del otro, que ahora está tan demediado. Si dices algo que al otro no lo convence te mandan al diablo. El poema de los cóndores es una petición de dialogar, no cognitivamente, sino humanamente: reconocerse en el otro. La empatía es más necesaria que nunca.

-El poeta al final dice que ya no le importa limpiar los desechos de los pájaros en su casa.

-No le importa que se caguen, que dejen sus fecas en la alfombra, porque limpiarlos es un acto humanitario, incluso de amor también con ese otro animal que es el cóndor. (…) También los vecinos pueden ser los cóndores, porque vivo en un condominio y de repente pasa que no conozco a casi nadie, entonces esa empatía necesaria tiene que recuperarse y es lo que trato de hacer con el poema de los cóndores, que, asimismo son los que me rodean. Aunque parezca un poco siútico, darse un abrazo universal, siento que es lo que necesitamos.

Para cerrar el libro, Tomás Harris anota un epílogo, cojeando por su condominio en la búsqueda de sí mismo o del vecino que ya partió:

"Todo esto que narro / sin la menor emoción más que el insomnio / lo narro apoyándome en este bastón / El bastón de este tiempo como tumba / y soy el único deudo que renquea / tras el ataúd del poeta del 33 / o del 32 ya no sé si somos el uno o el mismo / Si éramos un Doppelgänger o un mismo rostro / que trataba de reconocerse en la hora nona / De este póstumo libro descabalado y lluvioso. "


"La memoria del corazón"

Tomás Harris

Ediciones UDP

216 páginas

$15 mil

Cóndores

Poema del libro "La memoria del corazón", por Tomás Harris
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El primer cóndor se posó sobre el

techo de la torre de enfrente,

en el condominio donde vivíamos

hubo un vuelo de las palomas que ahí anidaban

y uno que otro zorzal;

atardecía después de ese día,

cuando el segundo cóndor anidó en nuestra terraza:

no traté de espantarlo: sólo cuando salí

a fumar y nos quedamos mirando, de ave a hombre,

lo dejé en su extraño nido y entré a preparar la comida

al departamento: miré a mi mujer y le hice una seña

para que se asomara a la terraza y lo viera.

Mi mujer entró a la cocina donde preparaba la comida

y no dijo nada, hizo un gesto que no comprendí,

no sé si era de temor o de estupefacción,

o quizás de dicha, una dicha incomprensible por el extraño

visitante. Yo pensé en "The Raven" de Poe,

pero este visitante no era funesto, creo, ni de mal augurio,

si algo auguraba no lo sé:

poco entiendo de ornitología, pero era hembra,

lo supimos días después cuando vimos

que empollaba sus huevos;

por las tardes mi mujer salía a darle de comer nuestras sobras

que el cóndor picoteaba satisfecho.

A la semana siguiente,

sobre el techo de todas las torres del condominio,

seguían anidando cóndores;

podría ser como esa película de Hitchcock,

pero cada vez que salíamos a la terraza,

el cóndor movía la cabeza de derecha a izquierda

y aleteaba quedo, y nos miraba como con gratitud.

Al poco rato los huevos rompieron

y los polluelos comenzaron a picotear las plantas,

y a comer de nuestras palmas;

finalmente se fueron las palomas venenosas y los

zorzales que cantaban al amanecer en primavera,

porque, además, los cóndores comenzaron a llegar

por abril, ese mes de T.S. Eliot,

y no había crueldad, no había miedo entre nosotros

y los cóndores, no eran una película de Hitchcock,

era una convivencia insospechada:

cuando los cóndores terminaron anidando en el living

de nuestro departamento, fuimos una extraña familia,

yo, mi mujer y los cóndores

y sentimos que una forma de equilibrio inusual se restablecía.

No nos importaba limpiar sus fecas blancas en la alfombra,

ni darles de comer comida con las palmas,

creamos un lenguaje común.