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era ser joven en esos años disco, donde la imagen estaba estallando y el cine aún generaba fascinación. Pero por pop o visual que sea un libro, una novela no es una película. Solo cuenta con el lenguaje.
- A la hora de revisitar un libro tan capital en tu obra, ¿en qué te fijas? ¿Cambiaste algo para esta nueva edición?
- Nada. En la portada. Este libro en rigor se edita todos los años. Acá la obsesión fue, tal como se hizo para los 10 y los 20 años, renovar la portada. Repensar la portada original de Planeta de 1991 y lucir la foto original del fotógrafo argentino. Insisto: esa foto es una proto-selfie: un chico ondero se toma una foto para verse, para recordarse, para decirse "yo existo".
- ¿Crees que "Mala onda" inaugura "los treinta años" de los que se ha hablado tanto en Chile en los últimos meses?
- No, creo, pero sí se fijó en un momento asqueroso, raro y, a la vez, "normal". Más allá que no estaba el Servel, sí creo que la Constitución del 80 la ganó Pinochet y Guzmán. Y Matías le teme y le repele Guzmán. Como es lógico, la gente asocia la dictadura con el Golpe, con el toque de queda, con los abusos. Yo quise mostrar lo otro y fijarme en algo más delirante y asqueroso: la normalidad de lo anormal. El nuevo país neoliberal. El padre putero y jalero que quiere entrar al Regine's con los de la CNI. "Mala onda" es un testimonio de cómo era el estado de las cosas cuando sucedió lo que ahora está siendo derribado.
-Un protagonista importante de "Mala onda" es Santiago de Chile. ¿Crees que ha cambiado mucho en todo este tiempo?
-Sí, totalmente de acuerdo. Eso quería. Eso quiero aún. Pero el Santiago según Matías es otro: es el barrio alto, sí, pero uno de autos. Manejar. Las rotondas, la Kennedy, perderse en calles oscuras. La primavera de esa época. Un Santiago premalls, con Providencia como lugar de reunión "teen". Y la idea de la ciudad segregada: el morbo abajista del centro, el pánico a lo que no se conoce, el racismo o temor a los otros. "Mala onda" es acerca de una burbuja que se rompe. Y es acerca también de lo que ofrece una ciudad para refugiarse o quererla: el cerro San Cristóbal, los cines, el Hotel City, los juego Delta, las casas modernistas aspiracionales con piscinas. Ha cambiado mucho y, a la vez, nada. Quizás se ha polarizado más. En esa época no había inmigrantes y Vicuña asocia Ñuñoa como un sector que no cambia, que esconde algo, que se refugia bajo sus parrones. Eso ya no existe. Es, quizás, una mejor ciudad, menos pueblo, pero es más demente.