La necesidad de diálogo y acuerdos
En el plebiscito constitucional del 25 de octubre la ciudadanía se expresó de manera contundente, tal como hace un año lo había hecho en manifestaciones en todo el país, sin liderazgos ni discursos tradicionales, pero con exigencias a las autoridades y a los políticos para que trabajaran en en la solución de los problemas reales que afectan a la gente. Luego de esa serie de protestas, el gobierno dio a conocer la agenda social en tal sentido y envió diversos proyectos de ley al Congreso, junto con reestructurar el gabinete de los ministros que serían los encargados de impulsar esas tareas.
Pero resulta evidente que desde hace un tiempo abundan los eslóganes, gritos, el populismo, pero poca reflexión respecto a lo que es correcto y dónde está el bien común. La carencia de propuestas, pocas exigencias y ausencia de evaluaciones le ha pasado la cuenta tanto a las autoridades como a los líderes políticos y sociales, que se expresaron tanto en las manifestaciones transversales de descontento de hace un año, como ahora en el plebiscito para pedir una nueva Constitución.
No pocos pretenden establecer que la búsqueda de acuerdos y dialogar con el adversario representan una mala acción en sí misma. Peor es cuando tal juicio viene desde la propia clase política que así pretende renunciar a la más elemental de sus características: el diálogo para lograr consenso, con respeto a la diferencia. Si algo caracterizó a Chile en sus mejores años -desde el punto de vista económico y político- fue precisamente la fuerte convicción de la conversación necesaria. Ello era un activo, tanto es así que durante el proceso de transición que vivió el país en los años '90, hubo voluntad de hallar puntos en común, es decir, de hacer política, tal vez porque el país venía saliendo de un proceso confrontacional que costó muy caro, dejando heridas que aún no cicatrizan. Los distintos sectores entendieron que era necesario debatir y hallar consensos. Sin embargo, con el paso del tiempo se ha ido perdiendo esa característica para pasar a una fuerte intolerancia, sobre todo en el campo de la política, con descalificaciones mutuas, acusaciones y poco entendimiento de lo que es precisamente la función política.
Vemos especialmente a parlamentarios, con discursos que muchas veces parten desde la creencia de tener la verdad absoluta, pensando que la historia comenzó con ellos, lo que equivale a desconocer y negar los sacrificios de las generaciones precedentes. Ha habido una peligrosa degradación de lo que debería entenderse como la función política. Y es muy probable que la gran pérdida de confianza que afecta al país también esté muy influida por la soberbia con que muchos plantean sus exigencias antes de llegar a debatir. Es cierto, se habla más que antes, pero se escucha menos.
Hay que entender que la intolerancia siempre es peligrosa. Esta falta de diálogo, de conversación y sobre todo de capacidad para ponerse de acuerdo parece más evidente hoy, desde uno y otro lado, con algunos líderes que parecen creerse dueños de la verdad y que descalifican a sus interlocutores por el solo hecho de pensar diferente. Y en la medida en que se acercan las campañas electorales, lo más probable es que abunde la descalificación, de la cual es evidente que la ciudadanía ya se muestra cansada. Del mismo modo, queda la certeza de que la clase política no entendió lo que fueron las expresiones de descontento de la ciudadanía de hace un año y la expresada ahora en el plebiscito, sino que más bien tratan de adaptar para su conveniencia los resultados y se hacen esfuerzos para controlar la composición de la Convención Constituyente que se encargará de redactar la nueva Constitución.
Hemos perdido la capacidad de escuchar con respeto a quien piensa diferente y el sano ejercicio de debatir. En la mayoría de los casos, el que piensa diferente ante el grupo cae en una especie de censura, independiente de si tiene o no la razón. Hay que recuperar la capacidad de escuchar y el ejercicio de dialogar con respeto por el otro.
A medida que se acercan las campañas electorales, lo más probable es que abunde la descalificación, de la cual la ciudadanía ya se muestra cansada. Queda la certeza de que la clase política no entendió lo que fueron las expresiones de descontento hace un año y la expresada hace un mes en el plebiscito.