Elicura Chihuailaf: El Premio Nacional que no puede volver
El poeta, premiado esta semana con el máximo galardón a un autor nacional, quedó varado en Asturias cuando comenzó la pandemia. Desde allá recuerda su ruca y la poesía de la flor del ulmo en Quecherewe.
Por Cristóbal Gaete
El teléfono del poeta mapuche Elicura Chihuailaf colapsó. Nunca había recibido tantos mensajes en un solo día. Todos sus amigos querían saludarlo, aplaudirlo, abrazarlo, porque fue distinguido con el Premio Nacional de Literatura de este año 2020, el primero en la historia de Chile en ser otorgado a un poeta que escribe y siente en mapudungún.
El obstetra de 68 años que se dedicó a la literatura y no a las guaguas, la noche del premio brindó. Agradeció por Zoom el premio. Cenó con su familia una comida casera, contestó llamados, se acostó a las seis de la mañana y se durmió a saltos al amanecer. Su premio fue otorgado por voto unánime del jurado. La premiación fue a la distancia, porque el poeta espera desde marzo en Asturias poder volar hacia Chile. La línea área que se suponía debía trasladarlo ha cancelado tres veces su regreso al Wallmapu.
Suya es la poesía contenida en "De sueños azules y contrasueños" (1995), "Recado confidencial a los chilenos" (1999), "El azul de un tiempo que nos sueña" (2020), "El invierno y su imagen" (1977), entre otras obras que huelen a digüeñes y madera ahumada.
"Esa voz, de un pueblo que sufre hace 200 años, es la que me ha llevado por el mundo", fue lo que dijo el poeta al recibir el galardón. Y desde la cima, en un pueblito de Asturias, en la casa de una cuñada, recuerda la ruca de su abuela, la que le preguntaba, al despertar qué había soñado.
Estas son las preguntas que respondió al despertar, al día siguiente de la algarabía del Premio Nacional.
- Elicura, ¿qué soñó usted anoche?
-Que yo estaba parado sobre un cerro con mucho verdor: pastos, árboles, enredaderas... Era un estero en el fondo de un pequeño valle, que veía a través de una leve neblina, parece. Luego levanté la vista hacia el oriente pues había un círculo de cielo intensamente azul entre nubes blancas. Ahí me daba cuenta que lo que parecía neblina era mi capacidad de ver a través de una gran piedra.
-¿Qué recuerda de Quecherewe?, el lugar donde nació.
-Ahí está como suele decirse, el mundo, la piedra angular de mi memoria, de esa memoria que es de donde surge la escritura, el pensar. Como dice nuestra gente, nadie elige nacer en un lugar, en un color, en un idioma, en una visión de mundo, en una historia. Pero uno tiene la tarea de aprender a amar lo que ha tocado.
-¿Dónde está su memoria?
-Mi memoria está allí, a orillas de los esteros, de los bosques, en la que sigue estando nuestra casa azul, que antes compartió con la ruca de nuestros antepasados y que se derrumbó para el terremoto del sesenta y ya no volvió a reconstruirse. Mis padres vieron que había una fractura en el terreno: cada vez que han habido terremotos se abre esa parte.
-¿Cómo era su familia?
- Todo ocurría ahí, a orillas del fogón, en la conversación. Mis abuelos contaban sus relatos, sus Epew, nos daban consejos. Había una tía que cantaba, una poeta. Eso fue nutriendo mi memoria, el sonido del agua de la vida, del viento entre los árboles del bosque, un bosque muy hermoso, muy diverso. Mi infancia fue feliz junto a mis hermanos y hermanas. Éramos cinco, mi hermano Carlitos falleció tempranamente, lo que marcó de manera definitiva mi pensamiento. Mi abuelo era el lonco de nuestra comunidad, una de los más grandes de la zona. No sabía hablar castellano, mis padres y algunos de los tíos y tías hablaban, pero poco. Es una memoria muy rica. Comprendíamos tempranamente el sentido de la vida, su brevedad, pero también su maravilla.
-¿A qué edad, en qué momento sintió usted que era poeta?
- Ser poeta era la única posibilidad de mirar ese pasado que de pronto se transforma en futuro. Era el círculo de la vida, el presente que es todo el tiempo. Me di cuenta tempranamente, cuando mi hermano falleció. Con él compartíamos nuestros juegos, íbamos a los bosques, aprovechábamos de cumplir con los mandados, veíamos a los animales, las ovejas. Nos llamaba a ambos la atención, por ejemplo, cuando venía el florecimiento de los ulmos. Mi abuelo era apicultor como mi madre, esa flor aromatizaba el bosque, para nosotros era un gran misterio de dónde venía, porque como la arboleda es enorme, y los ulmos van buscando la luz, se asoman, sus flores caían entre la frondosidad de otros árboles que los rodeaban. Era un gran misterio para nosotros llegar a la época en que veíamos esas flores. Sentíamos ese aroma al llegar al bosque y se echaba a andar nuestra imaginación. También a orillas del fogón aprendíamos la importancia de la penumbra y de la luz, como todo, conforme al Epew de "Treng Treng y Kai Kai", todo es una dualidad que ocurre en el universo y al mismo tiempo en nosotros, que somos una pequeña parte de la tierra.