Por José Manuel Rodríguez
Para los gobiernos autoritarios es posible fijar un denominador común: en ellos desaparece el arte. No es coincidencia entonces que en Chile durante los años grises existiera lo que se llamó "apagón cultural". Luego, con la llegada de la feble democracia apareció, aunque algunos lo crean casual, una verdadera explosión de novelas.
A ese fenómeno se la llamó la "Nueva narrativa chilena". Junto a ese grupo, hay otro más amplio que es la "Narrativa de los '90". Aquí ya parten los problemas, pues un sector de la crítica no reconoce valor a los textos del período, especialmente a los que pertenecen al primer grupo. Leamos: "¿Existió la Nueva Narrativa Chilena? … el fenómeno no sólo no existió, sino que no hay nada que lo pruebe. No se puede confundir un fenómeno editorial con uno literario".
Extraordinario, no existió la nueva narrativa. Sólo autores que recibieron el apoyo de las editoriales, como si las editoriales nos dijesen que leer. También se les negó tener intereses comunes, veamos: "Si se hace un análisis de esas novelas, no se podrá concluir nada más que son autores que escriben en el mismo idioma y cuyas referencias son el país a fines del siglo XX".
Otro oxímoron, no tienen nada en común, excepto que están escritas en la misma lengua, en el mismo territorio y sus temas son el país a fines de siglo. Hay más comentarios. Uno describe a la "Nueva narrativa chilena" como "homogénea, conformista y monocorde"… la pregunta es ¿por qué tanta inquina? Muy simple, por una cuestión político-social. La mayoría de los autores de la hornada pertenecen a estratos sociales burgueses. Eso es un crimen para un gran sector de la intelligentsia (como se llamaba en Rusia soviética a los que controlaban la cultura).
El otro problema es que no vieron el compromiso político de los autores. El mayor cuento de Fuguet, "Pelando a Rocío", nos habla de una detenida desaparecida; "La ciudad anterior" de Contreras trata de forma muy fina la sinrazón de los autoritarismos; Coyller, por su parte, escribe contra todo. Junto a estos autores, está lo que podríamos llamar la "Narrativa de los '90". Allí están Marcela Serrano, quien indaga profundamente en la esclavitud de la mujer de clase alta; Diamela Eltit, autora del pleno gusto de la crítica, elabora una narrativa compleja, desgarrada; Elizabeth Subercaseaux da cuenta de los límites que encierran a las mujeres de los poderosos; Ana María del Río explora en el erotismo solitario de las mujeres de los oligarcas; podríamos seguir y mostrar que el silencio de la crítica, de la academia sobre estos autores notables, sólo se funda en un prejuicio.
El mayor es recogido por Bolaño, enemigo número uno de estos novelistas. Sucede que Mariana Callejas, esposa del asesino de la CNI Michel Townley, pertenecía a un taller literario donde acudían algunos de los narradores pertenecientes a la "Nueva narrativa".
El taller se dictaba en la Casa Naranja, ubicada en Lo Curro, propiedad de la pareja. Un lugar de tortura, pero ello nunca lo supieron los jóvenes escritores. Sin embargo, esa circunstancia les acarrearía la condena absoluta de Bolaño, y con él, de otros tantos.
Ahora, ya han pasado 30 años y la gente sigue leyendo a Fuguet, a Contreras, a Collyer, a Serrano. Eso significa que no sólo hablamos de un fenómeno editorial, sino de literatura.
Y a propósito de ella, le pregunté unos días atrás a Arturo Fontaine, de la "Nueva narrativa", por qué escribe. Esta es una pregunta clásica que se le ha hecho a decenas de escritoras y escritores, la respuesta del autor es la más bella, la más inquietante, la más desolada que conozco: "En la vida intentamos hacer las cosas de un modo tal que nos permita hacerla coherente, plena… Sin embargo, siempre nos quedan espacios vacíos que impiden hacer calzar esas cosas. Escribo para llenar ese vacío". Extraordinario. ¿No es cierto, lector?