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disponible, de la vida retirada. Hay algo obsceno ahí, (Jorge Luis) Borges ("El Aleph") decía que no podía entender eso de Fray Luis de León, que era una suerte de sacerdote de las letras, devoto del trabajo, un tipo que recorta el mundo y se concentra en ser escritor. No es mi caso, me distraigo con el fútbol, pasa alguien y saluda, pero para eso usaba unos audífonos apagados. Un psicólogo me dijo que lo que se buscaba en estos lugares, mientras el resto está en la oficina, trabajando, es la soledad del anonimato, una soledad con compañía distante, donde uno hace autoevaluaciones, repasa su vida, los procesos que hay en el libro. Es crucial saber cómo uno soporta su propia cabeza. Si escuchas las radios de los taxis, hay un horror al silencio, a la pausa, porque cuando uno queda en silencio, con uno, puede ser estremecedor.
-¿Crees que la pandemia disparó la locura, cuando en los primeros confinamientos se escuchaba la ciudad en silencio?
-Sí, claro. Era muy increíble. Ese recuerdo tiene algo de, aparte del miedo, ver cosas que no se veían, como las formas de las casas, las rutinas de los vecinos, el ruido del edificio, se produce una hiperlucidez, una sensibilidad. Fue de lo más extraño. Los días posteriores al bombardeo a La Moneda pasó algo parecido, uno no podía salir. Recuerdo, cosa que no conté en el libro, la noche del 12 de septiembre hubo balas en mi calle. Parece que había unos tipos desde la cúpula de una iglesia, por los techos, y mi papá puso colchones en las ventanas para intentar aplacar si pasaba algo. Se produjo una gran intimidad, la casa era la protección, un núcleo, un lugar en el mundo, pese a todo.