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Los faros y la época de Alejandra Costamagna

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"De la quietud extrema al delirio veloz de la época" presenta sus recomendaciones la narradora Alejandra Costamagna, finalista del Premio Herralde 2018 con su novela "El sistema del tacto" (Anagrama). Este año se reeditaron (y ampliaron) sus compilaciones "Imposible salir de la tierra" (Laurel, cuentos) y "Cruce de peatones" (UDP, entrevistas, crónicas, columnas y perfiles).

"¿Cuál será el último barco en llegar a puerto gracias a la luz de un faro?, ¿quién será el último farero del mundo? ¿O será que la relación de los seres humanos con el mar es tan primordial que siempre alguien encenderá (…) una luz por si los náufragos o por si los pescadores?". Esas son algunas de las preguntas que formula la narradora y que quedan resonando al leer este conjunto de ensayos de múltiples entradas. Se trata de un libro que, con la excusa de los faros y su presencia fantasmagórica, permite desviarnos también hacia temas como la pasión del coleccionista; los silencios necesarios y los imposibles; el agua y su poderosa atracción; el impulso de visitar siglos pasados, que en el camino se vuelve ancla misteriosa con el presente, o cierta nostalgia que palpita al observar estas figuras en vías de extinción que son los faros. Y de fondo una serie de estampas o postales que circulan libremente y van apartándose de la estricta rigurosidad del dato fidedigno para ensayar un terreno nutrido por la especulación, la imaginación y una cadena de lecturas en diálogo. Porque la narradora de estas páginas es, ante todo, lectora. Importan en este bellísimo libro de Jazmina Barrera las lecturas en vínculo, las historias y los desvíos que provoca el trayecto hacia un faro. El deseo de llegar a destino, más que el destino en sí mismo. Estos proyectores de luz aparecen como un pretexto para hablar un idioma que inicialmente fue el del fuego y cuyo mensaje habría sido, en primera instancia, "aquí hay humanos".


"Cuaderno de faros"

Jazmina Barrera. Montacerdos. 126 páginas. $12.900

"Ciencias ocultas"

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Hay en este libro una anciana fibrosa, un costurero chino, una joven andrógina y un perro irlandés en torno a un cadáver fresco, en una habitación de grandes dimensiones. Parecen esperar a que ocurra algo, pero el tiempo y el espacio flotan en una dimensión paralela y no pasa nada. O nada extraordinario. Hay una novela policial subvertida, que huye de la tiranía de la razón. Hay una resistencia a descifrar los enigmas, a ordenar el caos, a encajar las piezas, a transparentar, a acelerar y a dar por zanjado el relato. ¿Hay relato? Hay, de hecho, una resistencia a la trama. Hay la incerteza del narrador y de quien habita el espacio, de quien domina las palabras. Hay una puerta cerrada. Hay la posibilidad de leer estas 117 páginas, que son un solo gran párrafo, como una suerte de naturaleza muerta y de fijar la atención en los pormenores de la escenografía, en las descripciones minuciosas, en los primerísimos primeros planos del cuadro, en las historias paralelas que se alojan en los detalles. Hay fragmentos como puñaladas: "Tan pronto uno suelta los andamiajes de la familiaridad y deja de imponer los mapas de la memoria, el cosmos desconocido se revela a los ojos como si se corriera un velo". Hay un vuelco emocional hacia un yo, que sacude sin alarde en este tiempo suspendido. Hay el fulgor de una niña "tan chiquita ella tan chiquita". Hay imágenes residuales en la retina. Hay lo inaprensible en una novela narcótica, contemplativa, escurridiza y, por lo mismo, tan vertiginosa como extraordinaria.

Mike Wilson. Fiordo. 128 páginas. $13 mil.

"Mal de época"

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Pocas novelas toman el pulso tan certeramente al presente, lo interrogan, lo critican y lo tensionan de la forma en que lo hace María Sonia Cristoff en "Mal de época". La novela como síntoma de una época, ha dicho ella. Y aunque el libro remita, en una de sus ramas, a un caso clínico del siglo XIX (el del caminante sin control que fue Albert Dadas), las resonancias al mundo hiperconectado, hipercontrolado e hiperparanoico de hoy son sustanciales. Y así lo vemos en su despliegue máximo en la otra gran rama del libro: la de FG, un hombre de este siglo, nacido en Argentina, cuya mente está intervenida por una guerra que vivió o inventó o se le incrustó al otro lado del mapa, en Siria. Tal como lo ha hecho en otras de sus obras, Cristoff vuelve a tensionar acá los límites de la novela y a desdibujar las fronteras entre la imaginación y la realidad. Ya lo decía en el prólogo de su libro "Falsa calma" al hablar de la primera persona: "Cuanto más cerca de lo autobiográfico uno se coloca -hablo de lo autobiográfico en tanto construcción, no confesión- más posibilidades de alejarse tiene". Y luego: "No entiendo por ese yo la entrada al confesionario, sino una figura propagadora de lecturas, y de los sentidos que vienen con esas lecturas". Eso es lo que ejecuta, justamente, en los segmentos en primera persona en "Mal de época". Lejos de ficcionalizar un caso real, lo que hace es moverse entre dos registros que van de los documentos de archivo y el diario de viaje hasta el relato imaginario y a ratos delirante. Y en ese trayecto va propagando múltiples y exquisitos sentidos de lecturas.

María Sonia Cristoff.

Laurel.

217 páginas.

$10 mil.

Ese milagro llamado Diego Maradona

Netflix estrenó "Fue la mano de Dios", ejercicio de nostalgia ambientado en el Nápoles de los años 80, cuando el futbolista argentino se transformó en ídolo de multitudes.
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Por Andrés Nazarala R.

Familias numerosas, almuerzos, diálogos cruzados, la vida cotidiana en Nápoles. "Fue la mano de Dios", la nueva película de Paolo Sorrentino, disponible en Netflix, comienza como una comedia costumbrista ambientada en los años 80 que, iluminada por el fantasma de Federico Fellini, no le tiene miedo al ruido, las exageraciones ni la extravagancia. Al centro de todo está Fabietto Schisa (Filippo Scotti), un adolescente en fase de descubrimiento que adora a su padre (Toni Servillo), desea a su tía (Luisa Ranieri) y está expectante frente a la posible llegada de Diego Armando Maradona al Nápoles. Su hermano mayor, Marchino, es un aspirante a actor que acude a un casting para una película de Fellini. Cuando vuelve le cuenta a Fabietto algo que dice el maestro y que, de alguna manera, iluminará el camino para lo que viene: la realidad es vulgar; el cine es un refugio, un plano habitable.

"La grande belleza", el aclamado largometraje que Sorrentino dirigió en 2013, ya nos enfrentó a una dinámica singular: la comedia farsesca combinada con el intimismo reflexivo. "Fue la mano de Dios" sigue esa misma fórmula. Es una película que comienza ruidosa y termina silenciosa; inicia con multitudes y concluye con el personaje en una profunda soledad. El punto de quiebre es una tragedia que no revelaremos aquí para no spoilear, pero se trata de un hito en la vida del protagonista que dividirá el filme en dos partes, dos estilos contrapuestos, dos tonos. Es un hecho que funcionará como contraparte de "La mano de Dios", acaso el episodio deportivo más épico, raro y memorable de la historia del fútbol.

Sorrentino gana terreno en la segunda mitad, cuando trabaja con el dolor y el silencio. Afortunadamente, modera la ambición discursiva de "La grande belleza" o "Juventud", películas que pecan de cierta soberbia al tratar de abordar los grandes temas de la vida humana como son la muerte, el amor, la vejez, la religión (ese gesto revive por otra parte el espíritu que tenía el gran cine italiano, pero reservemos esas intenciones a los grandes maestros). Ahora ofrece un ejercicio intimista, autobiográfico en la reconstrucción de época y, especialmente, en relación a la motivación vital del personaje central. El cine puede ser una puerta de escape, una forma de construir una realidad mejor a la que vivimos y hay grandes películas que transmiten esa idea. También está la nostalgia según Fellini, la idea de que la reconstrucción del pasado y la indagación en la memoria no tiene que ser necesariamente fiel a la verdad. Los sueños y la fantasía también se pueden infiltrar en ese ejercicio. Sorrentino lo sabe y por eso filma una película que, a pesar de usar la materia prima de los recuerdos, se siente a ratos como un sueño.