Biografía reconstruye los años penquistas de Raúl Ruiz
Cuando Raúl Ruiz falleció el 26 de agosto de 2011, sus viejos compinches se reunieron en el santiaguino restaurante El Parrón -que por cierto, fue demolido y convertido en un moderno edificio- para hacer eso que se hace cuando un amigo se va: recordar anécdotas.
En un momento, Darío Pulgar, productor de sus películas filmadas en la UP como "La expropiación" o "El realismo socialista", pidió la palabra y leyó un texto que recordaba sus peripecias por Concepción.
Con apenas 19 años, Ruiz llegó becado para un taller de escritores. Y ahí se hizo amigo de Pulgar y los actores del TUC que, en parte, convertirían esta ciudad en esos años, en un epicentro cultural absoluto del país y posiblemente del continente. Allí están Nelson Villagra, Delfina Guzmán, Luis Alarcón, Shenda Román y Jaime Vadell (con los que hará su primer filme oficial, "Tres tristes tigres", en 1968). Claro que técnicamente su primer experimento fue una cinta muda, un año antes: "El tango del viudo" que debería estrenarse en 2020.
Emocionado, Román pronunció la siguiente frase: "La vida empieza en Concepción".
Y esa historia -y esa frase- inaugura el primer capítulo de "Los años chilenos de Raúl Ruiz" (Catalonia, 2019), una acuciosa investigación de la periodista y crítica de cine Yenny Cáceres. En ella se reconstruye la vida del director, desde su temprano involucramiento con el teatro -el mito dice que tenía 100 obras escritas, aunque él aclaraba que algunas tenían apenas cuatro páginas- hasta su exilio en 1973, y al menos dos "ecos" que quedaron: "Palomita Blanca" (1973) y "Diálogo de exiliados" (1974). La primera, recién rescatada/estrenada en 1992 y la segunda, polémica, por ser un descarnado y desmitificador retrato de los chilenos llegados a Francia, cargado al humor negro y lo absurdo.
Cáceres opta por la sana estrategia de contarnos sus encuentros con Ruiz como periodista en su departamento en la calle Huelén, incluyendo algunas de ellas como separadores de capítulos, y donde el cineasta se despacha frases como "Chile nunca se va a aceptar como el país racista que es" o "En la UP todos andaban con Ritalín".
Porque en el fondo, lo que Ruiz y Cáceres, en su rol de mediadora de su vida en este libro, es sumergirnos en las contradicciones de eso que nos acostumbramos a llamar chilenidad.
De hecho, Cáceres confidencia en la introducción ("Un país perdido") que cuando terminó de ver "Palomita Blanca" por segunda vez en la TV (primero fue en cine), se puso a llorar compulsivamente.
"No sabía si era por la fallida historia de amor o porque me provocaba una nostalgia que no era incapaz de entender. Eran las imágenes de un país perdido, que no se parecía en nada a ese país oscuro que durante tanto tiempo nos habían machacado en nuestras cabezas, un país que fue borrado de la historia oficial".
Ese país perdido, justamente empieza a conformarse en Concepción en 1961, con un Ruiz que había estudiado brevemente Derecho en la U. de Chile. Allí destacó más por sus dotes de conversador, como recuerda el crítico de cine y activista por los derechos humanos en Inglaterra, José Román (fallecido en 2007), quien también hacía fila para los exámenes en la U y por apellido coincidieron.
Entre conversaciones y comilonas, Román asegura a Cáceres que él fue el "culpable" que Ruiz se interesa en el séptimo arte. Concepción, a pesar de estar en un estado lamentable post-terremoto 1960, culturalmente era fuerte, sobre todo gracias al trabajo del rector de la U. de Concepción, David Stitchkin, tanto por el TUC como los legendarios encuentros de escritores organizados por Gonzalo Rojas.
El mismo rector, explica el libro, retrató a Allen Ginsberg caminando con Nicanor Parra y Ernesto Sábato. Cáceres nos recuerda que el escritor Fernando Alegría fue testigo -y lo relató en un texto para la revista Atenea de 1963- que había un afiche del congreso literario en la librería City Lights de San Francisco, donde "los escritores jóvenes norteamericanos soñaban con ser invitados a Conception".
El mismo Alegría fue invitado por la U a hacer un taller de escritores que bautizó como "Taller de los Diez". Evocaba otro grupo, que a inicios de siglo hizo explotar la cultura chilena como Pedro Prado, Eduardo Barrios o el músico Alfonso Leng. En las versiones de los sesenta, se incluyeron a gente como José Donoso, Lihn, Sergio Vodanovic, Alejandro Sieveking y Jorge Teillier. Y bueno, Ruiz. "Era como la mascota", recuerda.
El texto evoca las lluvias eternas, la ropa húmeda (que a nadie le importaba mucho), hasta las visitas a la Tía Olga. "A falta de mecenas, algunos prostíbulos amparaban a los artistas". Y para el joven Ruiz fue su introducción en la bohemia. "Era mirón, le gustaba mirar a las vedettes, les sabía el nombre a todas", recuerda Gustavo Meza en el texto.
Pero más allá de las increíbles anécdotas, la reconstrucción del Concepción de los sesenta, las grandes frases de Ruiz (una auténtica máquina de reflexiones que ni siquiera parecen improvisadas, como efectivamente parecen haberlo sido), el gran trabajo documental y de entrevistas de la autora, acá hay una pieza rota de un Chile que parece haber desaparecido. De una sociabilidad y forma de entender la vida -nunca explícita, siempre entre líneas- que Ruiz aprendió a manejar tan bien.
Esa es la principal gracia de este libro: no es (necesariamente) para cinéfilos, ni siquiera para fans de Ruiz (cuya cinematografía siempre fue más de culto que masiva); sino es un libro sobre este país que está explotando para, quizá, volver a recuperar esa ruta que Ruiz transitó.