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Vio las vendas en el suelo y el sudario plegado

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La liturgia del Viernes Santo, que consiste esencialmente en la lectura de la pasión según San Juan, concluía explicando por qué quitaron de la cruz con tanta premura los cuerpos de Jesús y de los otros dos crucificados con él. Lo habitual era que el cuerpo de un crucificado quedara bastante tiempo en la cruz con un letrero sobre su cabeza que indicaba el motivo de su condena, para escarmiento de los demás. En el caso de Jesús ese letrero decía: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos» (Jn 19,19). El motivo de su condena fue, entonces, sedición, según la acusación de los judíos ante Pilato: «Todo el que se hace rey se opone al César» (Jn 19,12), crimen considerado de máxima gravedad por el Imperio Romano.

La razón de la premura la indica el evangelista: «Como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado -porque aquel sábado era muy solemne- rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran» (Jn 19,31). Ese sábado particular era muy solemne porque se celebraba la Pascua. Jesús murió en la cruz como verdadero cordero pascual «que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), precisamente en el momento en que todas las familias judías se procuraban el cordero que debía ser inmolado el día siguiente. Jesús se libró de que le quebraran las piernas, porque cuando vinieron a hacerlo ya estaba muerto. De todas maneras, en un postrer acto de crueldad, uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza.

Según los evangelistas sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) a la hora nona (a las 15 horas nuestras) Jesús todavía estaba vivo: «A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?"» (Mc 15,34). Murió poco después de la hora nona. Pero el día terminaba a la hora duodécima y ya comenzaba el sábado, cuando no era posible hacer esa operación. Disponían de menos de tres horas para quebrar las piernas de los crucificados, bajarlos de la cruz y dejarlos en el sepulcro. A Jesús lo ungieron con las cien libras de mirra y áloe, que proveyó Nicodemo y lo depositaron en un sepulcro nuevo cavado en la roca que ofreció José de Arimatea: «Porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús» (Jn 19,42). Lucas observa: «El sábado descansaron, según el precepto» (Lc 23,56).

Esta larga introducción es necesaria para comprender la reacción de María Magdalena cuando, pasado el sábado, va a ese sepulcro en el cual había sido depositado el cuerpo de Jesús provisoriamente: «El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús amaba y les dice: "Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto"». En sus palabras no hay ninguna insinuación de que el cuerpo de Jesús haya sido sustraído del sepulcro con dolo. Cuando se sospecha una acción dolosa, la reacción es la opuesta: se va precisamente hacia el lugar del hecho para verificar la dimensión del daño, esperando que sea el mínimo posible.

María Magdalena, al ver la piedra removida de la entrada del sepulcro, supone que el cuerpo de Jesús ya ha sido trasladado a otro lugar. Le extraña que eso haya sido hecho tan pronto, «cuando todavía estaba oscuro» y, sobre todo, que haya sido hecho sin consultarla a ella. ¡Tiene razón! Ella es la mujer más cercana a Jesús; lo siguió durante su vida, estuvo junto a él al pie de la cruz; veló por todos los servicios fúnebres y no se apartó de él hasta que quedó su cuerpo en el sepulcro y la piedra cerrando la entrada. Es también la primera que acude allí pasado el sábado, «de madrugada cuando todavía estaba oscuro», para velar por su traslado a un lugar definitivo. Debemos agregar que también Jesús le da la razón, porque es ella la primera a quien concede verlo vivo y tocar su carne resucitada.

María Magdalena sabe que tampoco Pedro y el discípulo amado han decidido su traslado, pues los incluye en la ignorancia respecto de su paradero: «No sabemos dónde lo han puesto». Y esto explica la reacción del discípulo amado, cuando, habiendo corrido junto con Pedro al sepulcro, después que entró Pedro, entró también él al sepulcro: «Vio y creyó». Para entender esta reacción es necesario saber qué es lo que vio y qué es lo que creyó.

Vio, en primer lugar, que el cuerpo de Jesús no estaba allí. Pero queda en pie la hipótesis de que haya sido trasladado a otro lugar definitivo, como hemos dicho, aunque era inexplicable que esa decisión la hubieran tomado otros, distintos que los tres aquí implicados. Ve también «las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte». En la hipótesis de que el cuerpo de Jesús haya sido trasladado, ¿qué razón habría para quitarle las vendas y dejarlas allí y, sobre todo, aquel sudario, que era de tal calidad que perdura hasta hoy?

Creyó algo que es compatible con lo visto; pero que lo supera infinitamente y que no se deduce de ello: ¡Creyó que Jesús había resucitado! El evangelista, que es el mismo discípulo amado, explica: «Hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos». La resurrección de Cristo es un hecho histórico, pero accesible sólo a la fe. Y la fe es un don de Dios; se refiere a verdades que superan la razón. Una de esas verdades es la resurrección de Cristo. Este hecho da validez a toda la Escritura y a todas las palabras de Jesús. Nada de lo que Jesús dijo e hizo se habría conservado, ni siquiera el recuerdo de su Persona, si él hubiera permanecido en la muerte. El hecho de que hoy exista la Iglesia de Cristo y que lo confiese a él como su Dios y Señor es un argumento poderoso de credibilidad; es la principal de las cosas que se ven, con ocasión de la cual Dios concede la fe, aunque, como hemos dicho, ésta supera lo visto y es de otro orden, es del orden sobrenatural.

Obispo de Santa María de los Ángeles