Del rock en Concepción al rock para Concepción
Dos jornadas de música, una parrilla variada, presencia local, un alto estándar de calidad técnica y decibeles elevados en un evento público, abierto, gratuito.
Alcanzamos al tercer año consecutivo de una iniciativa ambiciosa, que se expandió en todas direcciones: en el tiempo, en la audiencia, en la memoria. En los elogios y las críticas.
El Festival REC, Rock en Conce, se sitúa en ese espacio ambiguo entre el querer ser y el deber, motivado por el consabido discurso de que ésta, nuestra ciudad, es la Capital del Rock Chileno. Y ahí, según quien le mire, REC pasa a representar justo lo que la ciudad necesita. O justo lo contrario.
Desde un punto de vista práctico, el festival instituye al rock como una práctica musical legitimada por el Estado. O sea, es posible gracias a que éste admite que el rock posee valor para la ciudadanía. Una condición que alguna vez fue privativa del folclore y luego se expandió a la llamada música clásica.
Y como Rock en Concepción no tiene parangón en otros puntos del país, supone un reconocimiento formal sobre el discurso de la identidad rockera que ha caracterizado a nuestra metrópolis. ¿Qué mejor?
Por la cara opuesta, REC aparece como un atentado contra los valores esenciales de la cultura rock y del espíritu local que dice promover. Los detractores han cuestionado su perfil discriminatorio: la presencia local es actualmente minoritaria y no cualquiera tiene cabida en un "espectáculo familiar".
Suman reclamos como falta de transparencia de sus procesos de selección y desigualdad en el pago de honorarios, que han hecho eco en eventos similares, como el Día de la Música.
Situaciones que activan la controversia. Suficiente motivo para cuestionar las proyecciones de un evento, que se ha modelado también a partir de estas tensiones, infaltables y no siempre tan públicas.
FALTA LA TORTA
En lo personal, veo a REC con actitud positiva. El evento público masivo es una forma posible de vivir comunitariamente la música. Una alternativa que debe existir sin opacar a otras; un gesto necesario en tiempos gobernados por el audífono.
Además, ha logrado instalar un sello de identidad urbana que excede lo musical, deja testimonio físico en la ciudad y se proyecta fuera de ella. Algo necesario de cultivar, mientras no nos meta en una burbuja. Y no me hace ruido si alguien le cuelga el letrero de "Se vende", porque, como nos recuerda Claude Chastagner, el rock es un hijo de la industria que sólo se imaginó a sí mismo como outsider.
Creo que el problema acá es otro, y bien concreto: el modo en que REC se relaciona con la comunidad y cómo ésta participa en darle forma. Los insistentes esfuerzos por democratizarlo han sido cosméticos y no logran llevarle el pulso a la intimidad musical de la ciudad.
Un festival de esa magnitud, importante, millonario y atractivo, debiese ser corolario de una orgánica cultural que acá tenemos a medias (a sea, no tenemos.) Existen requisitos que promueven la calidad de las bandas, pero son esquivos los medios para que todos puedan aspirar a esos estándares.
Carecemos de un circuito estable, que ofrezca un mínimo de garantías para optar a la profesionalización. Aunque las excelentes bandas locales parezcan demostrar lo contrario, cuesta foguearse acá. Y ahí donde no sobran los escenarios, con el REC como una consagración posible es fácil activar envidias y animosidades.
Dicho en términos simples, ese festival que nos hace parecer tan grandes, se vino a instalar en una ciudad que no es tan grande como parece. Y, mirando detrás de las bambalinas, todavía nos queda como poncho. Una torta imposible de repartir entre todos.
Soy de la idea de que el show debe continuar, pero sin pasar por alto todo el sustrato que le da vida al REC. Hay un largo camino por recorrer entre el gimnasio del liceo y el escenario del Parque Bicentenario. Si el rock va a ser reconocido por su relevancia social, desde el Estado, tener solo un gran espectáculo y no el resto, por exitoso que sea, significa que apenas tenemos la guinda y nos falta la torta.