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¿Cuándo iré a ver el rostro de Dios?

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Hace pocos días, el 2 de noviembre, la Iglesia celebraba la conmemoración de los fieles difuntos. Nadie puede calcular cuántos son los hombres y mujeres que han gozado de la vida humana por algún tiempo y ahora están muertos. Todos ellos pueden decir: «Estuve vivo y ahora estoy muerto». Pero hay uno que puede decir lo contrario: «Estuve muerto y ahora estoy vivo, por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Apoc 1,18). Él es el único que puede revelarnos qué es lo que ocurre con los muertos. Lo hace en este Evangelio del Domingo XXXII del tiempo ordinario.

La fe en la resurrección de los muertos, es decir, en que el desenlace final no puede ser la muerte, sino la vida, se fue afirmando en Israel, junto con la fe en el Dios vivo. Un fuerte anhelo era poder ver a ese Dios, cosa que es imposible en la existencia terrena: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). Si la mayoría de los seres humanos han muerto y los que viven no pueden ver el rostro de Dios durante su existencia terrena, ¿cómo se podrá cumplir ese anhelo, cuándo se saciará esa sed? Responde Jesús: «Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, pues todos viven para Él». Dios los ve a todos como ya resucitados. Por eso -argumenta Jesús- se presenta a Moisés diciendole: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6). Esos tres patriarcas habían muerto hacía varios siglos. Dios los trata como vivos.

El Evangelio comienza poniendo el problema: «Se acercaron a Jesús algunos de los saduceos, los que dicen que no hay resurrección». En el tiempo de Jesús, junto al grupo de los saduceos, estaba el grupo de los fariseos que, en cambio, creían en la resurrección, como lo declara Marta a propósito de la muerte de su hermano Lázaro: «Sé que resucitará en la resurrección, en el último día» (Jn 11,24). Jesús no sólo predica la resurrección de los muertos, sino que declara: «Yo soy la resurrección» (Jn 11,25); él tiene las llaves de la muerte. Por eso, los saduceos abren una polémica contra él sobre ese punto.

Los saduceos conciben la eventual resurrección como la vuelta a una vida semejante a esta vida nuestra terrena y se imaginan la inmensa confusión que eso traería consigo, en todo tipo de relaciones. Ponen un ejemplo: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano» (cf. Deut 25,5-6). En esta ley de Moisés están presentes dos cosas: muerte, que alcanza a todos, y anhelo de descendencia. Dado que en esta vida se envejece y se muere, es necesario dejar alguien tras de sí que perpetúe; es necesaria la descendencia. La procreación es una finalidad esencial de la vida conyugal. Y si un hombre no deja descendencia, debe suscitar esa descendencia para él, el hermano, tomando a la viuda. Sigue el caso presentado: «Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin dejar hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo los siete, que también murieron sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer». El caso presentado es bastante absurdo; pero logra el objetivo: ridiculizar la fe en la resurrección.

Jesús responde que ellos están en un error, porque conciben la resurrección como la vuelta a esta misma vida terrena en la cual se envejece, se muere y, por tanto, se debe tener descendencia. Notemos que, dada la necesidad de dejar descendencia, es decir, de procrear, la relación entre el hombre y la mujer es exclusiva, un hombre y una mujer, unidos de manera que el hijo los vea como «dos que son una sola carne». Si no fuera esta la concepción sobre la unión del hombre y la mujer, la objeción presentada por los saduceos no tendría sentido. En su respuesta Jesús distingue entre «los hijos de este mundo» (modo semítico de llamar a los viven en este mundo) y los que tomarán parte en «aquel mundo». Los que resucitan de entre los muertos, forman parte de «aquel mundo». Ellos ya no envejecen ni mueren; ellos no necesitan dejar descendencia, porque su vida no acaba; por tanto, «ni ellos tomarán mujer ni ellas marido». En este aspecto -explica Jesús- «serán como ángeles». De esta manera, la mujer amará a sus siete maridos -y mucho más que lo que amó a cada uno en esta tierra- y también a todos los demás hijos de la resurrección, porque en aquel mundo sólo regirá el amor. La exclusividad del amor conjugal rige para este mundo en el cual es necesario generar hijos, que, como hemos dicho, deben nacer de un hombre y una mujer que son una sola carne. Hasta aquí, Jesús refuta a los saduceos en el caso absurdo que presentan. Pero lo más importante es lo que él enseña.

Los que son hijos de la resurrección son hijos de Dios». La condición de hijo de Dios es infinitamente más que todo lo que puede anhelar e imaginar un ser humano. Significa compartir la vida divina y la condición de Jesucristo, el Hijo de Dios. No hay palabras en el vocabulario para expresarlo ni nada de esta tierra con qué compararlo: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para aquellos que lo aman» (1Cor 2,9). Eso, sin embargo, comienza en esta tierra, como un don de la gracia: «Queridos, ahora somos hijos de Dios; pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Entonces, será saciada la sed del salmista, que es también la nuestra. Entonces será la felicidad plena y sin fin.

Obispo de Santa María de Los Ángeles