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Desconfianza en salud

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En el problemático y muy debatido tema de la falta de especialistas médicos (sea por escasez o distribución inequitativa), la prensa actual revela cómo se incumple el compromiso de médicos formados con fondos estatales a trabajar en el servicio público por un período de tiempo y en una destinación previamente estipulados.

Desde la calle, es imposible aclarar los orígenes de un problema que afecta a la ciudadanía en regiones y a los que disponen de menos recursos.

La experiencia señala un complejo panorama de frustraciones personales, desencuentros éticos, instituciones carentes de infraestructura para el ejercicio de medicina secundaria y terciaria, cláusulas contractuales con sanciones judicialmente impugnadas y otras causas que, finalmente, llevan al fracaso de lo intencionado.

Viviendo en un clima de desconfianza extrema, resulta de suma gravedad que esta falta de confianza se haya instalado en todos los niveles de políticas, servicios y atenciones de salud.

En poco años hemos sido testigos de fallas en el registro de personas VIH+, las inseguridades generadas en torno al uso del preservante timerosal, la polémica desencadenada por el programa de vacunación contra el papilomavirus, las incongruencias de hospitales prometidos pero no construidos, o construidos y no habilitados, los laberintos financieros, los "inseguros" seguros de salud, la cuestionada opinión médica.

Todas estas situaciones, y muchas otras, provocan polémicas que alimentan la desconfianza y llevan a la desesperanza de que atención médica, programas de prevención y promoción logren la difícil y lenta reconstrucción de confianza en que los cuidados de salud sean entregados por manos técnicamente competentes, moralmente solventes y socialmente equitativas.

No es gracioso: es dañino

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Crecí en un colegio de hombres, de curas, del cual me siento profundamente agradecido y orgulloso. Crecí entre amigos a los que quiero como hermanos. Pero, aun así, mirando por el retrovisor siento que también debo decir que crecí entre pequeños que se molestaban con que llorar era de niñitas, que crecí entre jóvenes que usaban lo femenino como un insulto, que me formé entre muchachos que con naturalidad trataban con términos despectivos u ofensivos en sus conversaciones a las chicas que veían de lejos por las ventanas del colegio, y frente a las cuales muchas veces temblábamos de nervios y no podíamos articular palabra. Era nuestro mundo, cerrado, parcial, cruel. De machos.

Nadie se daba cuenta, quizá muchos aún no lo hacen, de que en esa falsa "hombría", en esa naturalidad de términos y bromas que justificamos hasta hoy como inocentes radica mucho de lo que es caldo de cultivo social para que basuras humanas se sientan cómodos o justificados para abusar de una mujer. Formé parte de esas conversaciones, me reí de esas bromas, hablé con ese lenguaje y hoy eso me da una vergüenza enorme.

Qué visión más sesgada, miope, cobarde, ignorante, injusta, y carente de cualquier tipo de empatía y entendimiento del concepto de humanidad y sociedad.

Hoy puedo decir que los años, las experiencias vividas, el amor encontrado y las buenas amistades me han dado la oportunidad de darme cuenta de lo errados que estamos y de lo urgente que es cambiar la mirada desde la formación inicial.

Me indigna hoy ver que tipos bien creciditos, educados, profesionales, incluso padres, sigan perpetuando esto compartiendo las mismas "bromas" machistas en grupos cerrados de Whatsapp y otras redes sociales, celebrando memes estúpidos alusivos a la marcha del pasado miércoles, riéndose del tema con cero empatía mientras en sus casas tienen a madres, esposas, hijas, novias, hermanas que pueden ser hoy mismo víctimas de un huevón que las insulta, las golpea, o mucho peor sólo porque se enojó, se sintió celoso, o porque "estaba borracho y no sabía lo que hacía".

El reírse, minimizar, decir que es moda algo que pasa todos los días, o tratar de jugar al empate con que "los hombres también sufrimos" es validar la brutalidad y la desigualdad.

Paremos.

Ni una menos. De verdad.