Ecología integral, en diálogo con la misericordia
Cuanto nos rodea y nosotros mismos somos parte de la maravillosa creación divina. La belleza de su orden se manifiesta especialmente en ciertos parajes naturales que provocan el asombro en quien los contempla con ojos desinteresados. De hecho, la Biblia repite en su relato de la creación que "vio Dios que era bueno", es más, al ver al hombre, la persona humana, vio que "era muy bueno". Al hombre lo crea a su imagen y semejanza, personal y libre, no sólo capaz sino hecho para amar. Todo lo demás lo pone a su disposición para que éste sea feliz al cumplir el fin de su vida: amar.
Amar es respetar. Sin embargo, tendemos a usar egoístamente esa libertad, utilizando lo de los otros o a los otros para nuestro propio beneficio, sin atender al ordenamiento propio de la naturaleza y al bien de los demás. En este caso la mirada autorreferente a la naturaleza es muy distinta de la que valora cuanto nos rodea como algo bueno y que, aunque esté a mi disposición, ha de ser usado con respeto, sin abusar. Una idea muy antigua y que suele acechar a la espera de salir y manifestarse, excepto si la corregimos y equilibramos con la otra mirada, la del que se sabe también criatura, con una dignidad especial, sí; pero criatura a fin de cuentas.
La mirada atenta a la casa común, que es la naturaleza que nos rodea y quienes nos rodean exige lo que el Papa Francisco recuerda en su encíclica Laudato Si, una "conversión ecológica". Conversión siempre es un cambio de centro, un volverse hacia algo, una transformación que puede ser paulatina unas veces pero también radical otras. Dado ambas miradas coexisten, hemos de esforzarnos y ayudarnos mutuamente para dar prioridad a la que valora la creación -sin esos reduccionismos ilógicos en los que a veces se cae en ciertas ecologías que quieren salvar a animales en peligro pero no a los fetos concebidos en el seno materno. Pero hay que dar un paso más, y descubrir que lo que hace posible tal conversión es sabernos amados y respetados para nosotros luego promover el mismo amor y respeto hacia la casa común. Tal respeto tiene, en ciertas ocasiones, un rostro especial: el de la misericordia que hace suyas las miserias o debilidades del prójimo y busca solucionarlas. He ahí la clave: porque somos amados es porque podemos ser capaces de amar. Y ese amor se da de manera incondicional en Aquel que posee la mirada adecuada siempre, porque es el Amor. Ese es Dios. Experimentar en nosotros su misericordia, por lo tanto, como nos invita también este Año jubilar de la Misericordia, es el primer paso para ser misericordiosos con los demás y respetar la casa común.
Invitación actual que será tema de reflexión y de propuestas prácticas en la UST durante el XI Congreso de Católicos y Vida Pública, al que todos estamos invitados. Invitación, pues, a una conversión de miradas, que vuelva a valorar la triple relación con uno mismo, con los demás y el entorno, y con Dios.