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Un libro que duele

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"La guerra no tiene rostro de mujer" de la Premio Nobel de Literatura Svetlana Alexievich fue escrito hace treinta años, aunque parte de su contenido no pasó la férrea censura del régimen soviético de entonces. Luego vino la Perestroika y el 2002 la periodista bielorrusa lo reescribe con aquellos acápites borrados. El resultado es estremecedor , como lo es narrar la vida en su faceta más feroz. Con la verdad sin ornamentos.

Es el relato de las mujeres rusas que formaron parte del Ejercito Rojo y fueron al frente de batalla, no solo como enfermeras, conductoras, telegrafistas, administrativas o médicas, sino como paracaidistas, tanquetistas , francotiradoras ,expertas en activar y desactivar minas. Todas tenían en común ser muy jóvenes, apenas unas veinteañeras, pero sobre todas imbuidas de la enorme épica de un pueblo que quería impedir que su país fuera sojuzgado por los alemanes durante la segunda guerra mundial y el fervor nacionalista que los envolvió a todos ,sin distinción de sexo, en la que denominaban la Gran Guerra Patria, pese a que ninguna guerra merece ser escrita con mayúscula.

El trabajo de recolección del material fue largo, arduo e incluyó a personas de todos los países que conformaba la ex unión de repúblicas soviéticas. Ellas no habían contado su historia. Eventualmente periodistas de los países aliados ,especialmente de Francia e Inglaterra, habían relatado algunas de las historias. Puede no ser un libro recomendable para quienes gozan de la calma y tranquilidad que conllevan las vacaciones, o de la suave dulzura del otoño, pero Kafka advierte "necesitamos a los libros que nos afecten como un desastre, que nos duelen profundamente como la muerte de un ser querido, un libro debe ser como el hacha que resquebraja el mar congelado dentro de nosotros" . Ahí está la clave: libros que nos enseñan a mirar el mundo, y a nosotros mismos , de otra manera.

Como lector uno trata de comprender este verdadero descenso a los infiernos. Fealdad, suciedad, frío, hambre, cansancio, dolor físico, violencia sexual y la sombra permanente de la muerte. Svetlana escucha, interviene lo menos posible y sus acotaciones son siempre inteligentes y oportunas. El alma rusa, tan mencionada en la literatura y en la música, está presente o más bien se siente a medida que transcurren los relatos , las distintas voces. Jóvenes que en 24 horas quedaron con sus cabelleras blancas, envejecidas prematuramente de ver morir y ¡de matar! Que vivieron dolores y agonías brutales en los campos de batalla, que enterraron muertos y curaron heridas horrendas, que ayudaron a morir y que ansiaban salir vivas de las auténticas carnicerías. Mujeres que se enfrentaron cara a cara con sus enemigos alemanes, cuando miles de ellas llegaron con sus regimientos a Berlín tras la victoria. Hay recuerdos conmovedores : "estaba feliz porque comprobé que no era capaz de odiar". ¿Cómo lo lograban? Ni ellas tenían respuestas, tampoco palabras. Ante dolores brutales se suelen perder las palabras. El resto es silencio.

Y una confesión para meditarla: creíamos que después de la guerra, después de aquel mar de lágrimas viviríamos una vida fabulosa. Una vida bonita. Después de la victoria, después del gran día. Creíamos que la gente se volvería buena, que nos amaríamos los unos a los otros. Que todos seríamos hermanos y hermanas. Cómo esperamos ese día, dice una de ellas.