En el Evangelio de este Domingo XXVIII del tiempo ordinario continúa la enseñanza de Jesús a sus discípulos.
Basándose en un hecho que ellos presenciaron, esta vez les enseña la relación con las posesiones de este mundo: "Mirando a su alrededor, Jesús dice a sus discípulos: '¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!... ¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios'".
¿Cuál fue el hecho que motivó esta enseñanza? Todo parte con la pregunta que hace a Jesús un hombre que corre a su encuentro, cuando él se ponía ya en camino, se arrodilla ante él y le dice: "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar vida eterna?".
Previendo lo que va a seguir, Jesús le aclara: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios". La bondad en grado infinito la posee sólo Dios.
Todas las demás cosas tienen sólo un grado limitado de bondad. En particular, tienen un grado limitado de duración y el goce de ellas dura sólo el espacio de tiempo, muy limitado, de nuestra vida en esta tierra.
Ellas no pueden darnos la vida eterna. Pero el ser humano está creado con un deseo innato del Bien infinito, una de cuyas bondades es la eternidad.
Por eso, nada, fuera de Dios puede satisfacer plenamente el corazón del ser humano.
El hombre que se acerca a Jesús siente que algo le falta para ser plenamente feliz, le falta la vida eterna.
Después de esa aclaración, Jesús le responde: "Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre".
Pero todo esto no era nuevo para ese hombre, que responde: "Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud".
Habríamos esperado que Jesús lo felicitara y lo animara a seguir igual.
De hecho, se trata de un hombre admirable que cumple todos los mandamientos. Pero no logra la felicidad plena y piensa que todavía le falta alguno que cumplir. ¡Y Jesús le dirá cuál!
La piedad de ese hombre logra lo que pocos pueden decir: "Jesús fijó en él su mirada y lo amó".
En el Evangelio de Juan hay un discípulo llamado "el discípulo amado"; en ese mismo Evangelio el evangelista observa: "Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro" (Jn 11,5).
Ese hombre estaba destinado a ser del nivel del "discípulo amado".
Jesús le da esa posibilidad, que podía hacerlo plenamente feliz, diciendole: "Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y daselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme".
En lugar de su tesoro en la tierra -del cual ya no queda nada-, Jesús le promete un tesoro en el cielo, que es lo que él deseaba. Pero ocurre lo increíble: "Él, abatido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchos bienes".
En nuestra lengua esa reacción resulta contradictoria. Nosotros llamamos a las posesiones de esta tierra "bienes". Pero, si fueran realmente "bienes", deberían dar alegría a su propietario.
En este episodio del Evangelio se revelan como "males", porque dejan a su propietario sumido en la tristeza. La traducción correcta es: "Tenía muchas posesiones", no bienes.
No encontramos en el Evangelio una llamada más querida de Jesús y -lo decimos con todo respeto- tampoco más frustrada. El llamado de las riquezas prevaleció sobre el llamado de él.
Esto motiva su enseñanza sobre las riquezas: "¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!".
La comparación que agrega, con su modo gráfico de enseñar, indica una absoluta imposibilidad: "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja".
Los discípulos, que según la mentalidad del Antiguo Testamento pensaban que las riquezas eran una bendición de Dios, asombrados se preguntan: "¿Quién podrá salvarse?".
Entonces Jesús formula un dogma de nuestra fe: "Mirándolos fijamente, dice: 'Para los hombres es imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios'".
Eso que el ser humano anhela, a saber, la posesión del Bien infinito y eterno, es imposible que pueda obtenerlo por sí mismo; es necesario que lo reciba como un don.
Es un don que obtuvo para nosotros Jesús con su muerte en la cruz. Por eso, seguir el llamado de Jesús, que surge de su amor de predilección, es lo máximo a que se puede aspirar en esta tierra.
Hoy día, desgraciadamente, muchas de esas llamadas son frustradas y muchas veces por el amor a las riquezas de este mundo.
Debemos agradecer a Pedro su reacción -"Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido"-, porque esto provocó una importante promesa de Jesús: "En verdad les digo: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora en este tiempo, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna".
"Vida eterna". Esto es lo que quería obtener el hombre que corre al encuentro de Jesús. Pero sus riquezas se lo impidieron. Jesús promete a nosotros, además, cien veces más "ahora en este tiempo".
No dejemos que las riquezas nos engañen. Debemos creer más a Jesús.
Obispo de Santa María de Los Ángeles