Secciones

Frío es responsable de alta mortandad

E-mail Compartir

Las bajas temperaturas, sobre todo en la mañana y durante la noche, ya se han hecho presentes durante este otoño. Estas condiciones no sólo aumentan las enfermedades respiratorias, sino que provocarían problemas de mayor gravedad.

Así lo afirma un estudio internacional publicado recientemente en la revista The Lancet. La investigación advierte que un clima frío produce una mortalidad 20 veces mayor que un clima cálido, y que las condiciones moderadas no son necesariamente menos dañinas que las temperaturas extremas.

"A menudo se asume que el clima extremo es el responsable de la mayoría de las muertes, ya que la mayoría de la investigación anterior se ha centrado en los efectos de las olas de calor extremas", señaló Antonio Gasparrini, perteneciente a la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres y autor principal del estudio, a través de un comunicado.

"Nuestros hallazgos, tras analizar el conjunto de datos más grande de muertes relacionadas con la temperatura que existe, muestran que la mayoría de estas muertes ocurre en realidad en días moderadamente fríos y calientes, con la mayoría de los fallecimientos causados por temperaturas moderadamente frías", añadió. El estudio analizó más de 74,2 millones de muertes entre 1985 y 2012 en 13 países con una amplia gama de climas.

Los resultados arrojaron que el frío fue el responsable de la mayoría de estas muertes (7,29%), mientras que sólo el 0,42% de todos los fallecimientos se atribuyeron al calor.

Sin embargo, el porcentaje mayor se concentró en las ciudades con climas moderados y no con condiciones extremas.

"Las políticas de salud pública actuales se centran casi exclusivamente en reducir al mínimo las consecuencias para la salud de las olas de calor. Nuestros hallazgos sugieren que estas medidas deben ser reorientadas y ampliadas para tener en cuenta toda una serie de efectos asociados con la temperatura", advirtió Gasparrini.

Él los llevará a la verdad completa

E-mail Compartir

Jesús vino al mundo cuando la humanidad llevaba ya muchos miles de años sobre la tierra (el homo heidelbergensis vivió hace más de 600.000 años) y había alcanzado un estado de desarrollo, se podría decir, elevado.

Pero no había desarrollado aún los medios de comunicación actuales. No se podía registrar aún la imagen ni la voz.

Ciertamente, se había desarrollado la escritura, pero los medios para conservarla eran escasos (no existía aún el papel ni la imprenta). Pero Jesús no usó de ellos, pues, aunque consta que sabía leer y escribir (cf. Jn 7,15; Lc 4,16), no dejó nada escrito.

Todo lo que se nos ha conservado acerca de él, lo hemos recibido por testimonio de sus discípulos. ¿Era prudente confiar tanto en la memoria y, sobre todo, en la capacidad de comprensión de esos hombres sencillos?

La primera vez que Pedro y Juan fueron llevados ante el tribunal judío, los sumos sacerdotes, oyéndolos hablar, "quedaron maravillados, sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura" (Hech 4,13).

La respuesta a nuestra pregunta la da el mismo libro de los Hechos: "Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Jefes del pueblo y ancianos..." (Hech 4,8).

Jesús no confió el misterio de su Persona a esos hombres sencillos; él confió en la acción del Espíritu Santo, que concedió a los apóstoles inteligencia para comprender lo que Jesús enseñó y fuerza para dar testimonio de él.

Por eso la Iglesia concede tanta importancia a la Solemnidad de Pentecostés, que celebramos este domingo, pues revive el momento -cincuenta días después de la Resurrección de Cristo- en que vino el Espíritu Santo sobre los apóstoles.

Ese día se cumplió lo prometido por Jesús antes de dejar la escena de este mundo: "Dentro de pocos días ustedes serán bautizados con Espíritu Santo... Recibirán fuerza, cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra" (Hech 1,5.8).

En esa acción del Espíritu Santo confía Jesús. Por eso no sintió la necesidad de dejar él mismo algo escrito.

El Evangelio de este domingo nos revela aun más la necesidad del Espíritu Santo.

En la última cena con sus discípulos, Jesús les dice: "Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí".

Sabemos que Jesús era objeto de opiniones contrastantes: "Se originó una disensión entre la gente por causa de él" (Jn 7,43).

Es necesario un testimonio a favor de Jesús que no deje lugar a dudas. Ese testimonio lo da el Espíritu Santo. ¿Dónde lo da? Lo da en el corazón del discípulo.

Este testimonio del Espíritu de la verdad habilita al discípulo para ser, a su vez, testigo de Cristo: "También ustedes darán testimonio, porque están conmigo desde el principio".

Todo lo que ellos vieron en Jesús y oyeron de él desde el principio, recién adquirió pleno sentido, cuando vino a su corazón el Espíritu Santo.

En esa misma ocasión, Jesús acentúa más aun la necesidad del Espíritu Santo, afirmando la incapacidad de los discípulos de tomar el peso de su Palabra: "Mucho tengo todavía que decirles, pero ustedes no pueden cargar con ello ahora".

Usa la imagen de un peso superior a sus fuerzas. Pero precisa: "Ahora", abriendo la esperanza a una posibilidad futura: "Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, él los guiará hasta la verdad completa".

Jesús aclara que el Espíritu de la verdad no traerá un suplemento de revelación: "No hablará por su cuenta", sino que hará comprender e interiorizar lo mismo que Jesús enseñó. Repite: "Tomará de lo mío y lo anunciará a ustedes".

Podemos reproducir en nuestra lengua castellana muchas afirmaciones de Jesús en las cuales cada palabra es clara, pero cuyo sentido tiene un peso que no podemos cargar sin la acción del Espíritu Santo: "Yo soy el pan de vida... Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas... Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia... Yo y el Padre somos uno... Yo soy la resurrección y la vida... Yo soy el camino y la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí... Separados de mí no pueden hacer nada... Como el Padre me ha amado a mí, así los he amado yo a ustedes...", etc.

Los santos, que nosotros veneramos en los altares, son santos porque han comprendido una de estas afirmaciones, basta con una; han sido dóciles a la acción del Espíritu Santo y han sido llevados por él a la verdad completa. Eso ha transformado sus vidas.

Reconociendo, entonces, la limitada capacidad de nuestra comprensión y de nuestra fuerza, debemos orar siempre: "Ven, Espíritu Santo, visita los corazones de tus fieles... Concede que por ti conozcamos al Padre, y que al Hijo comprendamos; y que a ti, Espíritu de ambos, en todo tiempo te creamos".