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Salvo lo que se llamó la "colonización" alemana en el siglo XIX, el desplazamiento masivo de ciudadanos extranjeros nos ha parecido siempre un tema lejano, aunque lo vivamos en casa.

Desde fines del siglo XIX llegaron -en un largo goteo- familias árabes de Palestina, Siria y el Líbano. En Capitán Pastene y en Peñuelas se radicaron en distintas épocas significativas comunidades italianas. En la primera mitad del siglo XX, se asentó en Peñaflor un grupo alemán y, aunque su historia haya sido trágica, cerca de Linares la Colonia Dignidad. Los árabes llegaron con pasaporte turco, los descendientes de croatas que viven hoy de Antofagasta y Punta Arenas venían de un país que se deshizo: Yugoslavia. Y, por supuesto, hay más: españoles, especialmente después de la Guerra Civil, y griegos e indios. Así fuimos construyendo el chileno-chileno, más moreno que rubio, no muy alto y de complexión sólida.

Lo nuevo ha sido la llegada, en este siglo, de sudamericanos (peruanos, bolivianos, colombianos y argentinos) o asiáticos (chinos y coreanos) que se suman a haitianos y dominicanos. A todos los atrajo el evidente crecimiento económico. Según cifras del Ministerio del Interior, actualmente hay 441 mil extranjeros en Chile. Hoy nuestro mapa étnico es un mosaico variado, a veces con problemas de convivencia e intolerancia.

En este pequeño mundo nuestro, las grandes migraciones siempre nos han parecido difíciles de comprender. Que millones de ciudadanos deban salir del territorio donde han vivido por siglos, no tiene sentido para nosotros. Menos que, en su desesperación, sean víctimas de traficantes de personas que cobran miles de dólares por su traslado. Ya sean en trenes y vehículos clandestinos o frágiles embarcaciones. En el Mediterráneo la semana pasada pereció un millar de africanos cuyo sueño era llegar a Europa.

Es una dramática realidad ante la cual parecemos estar inermes. Es posible que sea así. Pero también podemos revisar nuestra visión sobre el tema. Tal vez no hay mucho que podamos hacer por los refugiados que llegan a las costas italianas. Pero ¿qué pasa con los que han arribado a Chile en los últimos años? En el centro de Santiago los peruanos son mirados con desconfianza. En el norte, a los colombianos se los considera narcotraficantes. Muchos europeos, especialmente españoles, son recibidos con suspicacia. Lo mismo ocurre con los haitianos y dominicanos, sobre todo si son de color.

La tragedia del Mediterráneo, que golpea a la Unión Europea, debería servirnos para mirar con ojos nuevos a quienes, a veces caminando, han llegado a nuestras costas. Necesitan nuestra solidaridad.

La última Encuesta Barómetro de la Política, del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea (Cerc) y Mori, correspondiente al mes de marzo de 2015 no sólo reflejó una nueva caída de 9 puntos en la aprobación ciudadana al gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet (de 46% al 37%, entre enero y marzo 2015), sino que evidencia una menor confianza de los chilenos hacia distintas instituciones y partidos políticos, que es una respuesta a los casos de corrupción destapados en el último tiempo en el país.

La oposición también llega a un mínimo histórico de aprobación, con un 11%, lo que muestra que el impacto de estas investigaciones se extiende al mundo político en general.

Sin embargo, también instituciones como el Ministerio Público, el Poder Judicial, el Poder Legislativo pierden confianza y credibilidad a los ojos de la ciudadanía.

De esta manera, la encuesta refleja que la corrupción se ha instalado como el segundo tema que genera mayor preocupación entre los chilenos (subió 4 a 26% la percepción pública), superando incluso al desempleo (25%).

Por ello, tampoco deben extrañar los juicios emitidos durante la reciente cuenta pública del contralor general de la República, Ramiro Mendoza, cuando expresó con dureza: "No podemos cerrar nuestros ojos, la corrupción ha llegado, pero es también cierto que tenemos fortalezas institucionales para prevenir el crecimiento del flagelo y su control".

Hoy, más que nunca, los partidos políticos e instituciones públicas no sólo deben dar una exitosa prueba de la blancura. Se requiere más que ello. Se deben crear normas más estrictas para supervigilar con mayor celo la transparencia en los actos públicos y también privados (como lo demuestran los casos Caval, Penta y SQM), pero también las instituciones deben dar muestra de una clara intención de regularse.

En este sentido, hay que destacar lo que hace unos días dijo el presidente de Chile Trasparente y ex ministro, José Antonio Viera-Gallo, quien ante las expresiones del contralor Mendoza, sentenció que "la corrupción hay que combatirla no solo con normas legales, sino que con actitud moral y buenas prácticas". La tarea está planteada.