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Reacción ciudadana

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Los medios de comunicación difundieron ampliamente que tras la experiencia vivida por una niña de 5 años que sufrió una agresión sexual en La Unión, la comunidad reaccionó en forma violenta contra el supuesto agresor. Los pobladores, al saber que el hombre tenía antecedentes por otro hecho similar y que estaba libre, quemaron los enseres de la casa donde vivía y destruyeron la vivienda.

El panorama que quedó después del paso del grupo fue desolador, sobre todo porque era un lugar que no pertenecía al imputado. También se han conocido reacciones parecidas de la ciudadanía, como el caso del sicópata de Isla Teja, o el ladrón amarrado con plástico a un poste en el centro de Santiago.

¿Por qué se llega a esta decisión comunitaria de hacer justicia por cuenta propia? Lamentablemente, se puede observar un alto grado de insatisfacción de la gente con la justicia y una falta de confianza en que se aplique sanción real a los delincuentes. Se puede palpar al leer los comentarios a estas noticias en las redes sociales, que la actitud mayoritaria es de respaldo y comprensión a las acciones violentas. Muchos dicen que, ante la posibilidad de que un agresor quede libre o no se le imponga una pena, es mejor que la ciudadanía le dé un castigo.

A primera vista este argumento puede parecer lógico; sin embargo no se debe olvidar que los linchamientos, la destrucción de una casa, las golpizas en la calle, son hechos ilegales, reñidos con todo espíritu cívico y contrarios al respeto de los derechos de las personas, que no se pierden aunque ellas hayan cometido un delito. También se olvida que en ese aparente afán de justicia, se atropella a otros inocentes, como la familia del imputado y sus cercanos.

Si bien las detenciones ciudadanas están admitidas por la legislación, lo que corresponde es llamar a la policía y entregar al supuesto delincuente, acompañando las pruebas que hubiese y declaraciones de los afectados y testigos. Pero no está permitido golpearlo y pretender ejercer justicia por cuenta propia, a pesar de la rabia del momento.

Es necesario, entonces, hacer un llamado a la sensatez. Pero también a que las autoridades políticas y judiciales reaccionen ante las señales que da una comunidad que no se siente adecuadamente protegida por sus instituciones.

Un problema continental

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Un informe de la OMS revelaba que las tasas de homicidios en América Latina del año 2012 fueron, de lejos, las más altas del mundo, con una tasa cinco veces mayor que el promedio global. Y además, de las más de 165.000 personas asesinadas (de un total mundial de 475.000), más de la mitad lo había sido por el uso de armas de fuego.

Diversos países encabezan la lista, en este orden: Honduras, Venezuela, Jamaica, Belice, El Salvador, Colombia, Brasil, Bahamas, Haití, República Dominicana y México. Aunque el caso mexicano sea más conocido, especial gravedad presenta Honduras, donde las pandillas juveniles controlan hasta colegios, de donde reclutan a sus nuevos integrantes.

Resulta evidente que esta lamentable realidad se debe a condiciones de miseria y marginación, que generan auténticos círculos de pobreza. También deben recordarse los flagelos del narcotráfico y del terrorismo, que no hacen sino empeorar las cosas.

Ante esta cruda realidad, los estados debieran preocuparse no solo por la seguridad interior de sus territorios, sino también de cimentar las bases para una sociedad sana. De esta manera, se debiera fortalecer a la familia, a fin que los niños y jóvenes puedan ser efectivamente criados como corresponde y no abandonados a su suerte; invertir de forma eficiente en la educación, para que sea realmente de calidad (partiendo por la mejora formativa y material del profesorado); fomentar auténticas posibilidades de desarrollo económico -donde el sector privado es insustituible-, permitiendo la generación de riqueza y la creación de trabajos dignos; mostrar ideales de vida honestos, que exalten la generosidad y la responsabilidad y no lo contrario, como tanto ocurre hoy, entre otras muchas materias.

Por otro lado, de cara a tantas organizaciones nacionales e internacionales que abogan por los derechos humanos, su labor prioritaria debiera dirigirse también hacia este gravísimo problema. Sin embargo, y a pesar de existir varias que efectivamente luchan contra esta deleznable situación, llama la atención que tantas otras inviertan muchísimo trabajo y recursos en pos de derechos o pseudoderechos no solo muchas veces discutibles, sino absolutamente irrelevantes de cara a la situación que aquí se comenta.

¿Cuánto podría avanzarse en este problema invirtiendo en él las energías que se emplean para promover la ideología de género o el aborto, por ejemplo?

Por tanto, debiera existir una profunda revisión de las prioridades de la región, puesto que parece absurdo que algunos se empeñen tanto en reivindicaciones prácticamente superfluas en relación al que podría considerarse el verdadero problema del continente.