Las ruedas del Metro
Cuando estudiaba en la Escuela Básica Grecia 68, de Curicó, nuestro paseo de fin de curso consistió en desplazarnos en un bus a Santiago para conocer el Metro. Dicho de esta manera, es casi como cuando su padre lleva al niño Aureliano Buendía a conocer el hielo en Macondo.
Era un tiempo muy antiguo, el Metro recién tenía dos años de funcionamiento y todavía era una tremenda novedad, no sólo para los provincianos, sino también para los capitalinos de la periferia. Así que llegamos una mañana de primavera, todos pegados a las ventanas del bus mirando los edificios altos y el ajetreo de la gran urbe.
Esta historia la he relatado una infinidad de veces: de cómo el sistema de Metro era tan amigable y placentero. No se conocían tacos o aglomeraciones, ni tampoco el moderno concepto de 'hora punta'. No había lanzas trabajando en los vagones, ni vendedores de bandejas de sushi en las escaleras de salida. Era un país triste, agobiado por la crisis económica que se arrastraba por décadas, y por una dictadura militar que nos mantenía derechitos.
En la memoria guardo retazos de otros viajes en Metro, cuando estaba algo más crecido y debía permanecer en los andenes en la mañana 'haciendo tiempo', porque los provincianos solemos llegar muy temprano a la capital y quedamos horas en una especie de limbo. Como no eran años buenos, no son recuerdos buenos: en las estaciones de Metro, la soledad se multiplicaba como una pesadilla, y yo con mi bolsito de viajes cargado de sueños.
Al Metro actual, que también conozco, lo que le falta es algo de la soledad de antaño, pues son los usuarios los que se han multiplicado como una pesadilla. Mientras por décadas no falló ni un tornillo, es cada vez más frecuente la noticia de los descalabros a gran escala que paralizan Santiago, como ocurrió el pasado viernes. Una ciudad entera depende de esta arteria, y es evidente que el sistema sucumbió, casi habría que refundar Santiago en otro sitio.
Hemos visto imágenes del Metro de Japón, y de cómo se ha creado el oficio de empujador de pasajeros: señores con guantes blancos que aprietan a la gente para poder cerrar las puertas. Cabe aquí el concepto de lata de sardinas, y es el que estamos imitando en Santiago.
Todo este embrollo no se veía cerca cuando fuimos con mi curso de octavo año a conocer el Metro. Nos subimos en la estación Universidad de Chile y dimos una vuelta hasta Escuela Militar, como si fuese un parque de diversiones. Ese verano viajé al sur y les conté a mis tíos que el Metro usaba neumáticos como los camiones, y no las ruedas de fierro propias de un tren. Nunca me creyeron.