Las calles de Concepción estaban llenas de gente. Las caras pintadas, el pecho inflado de orgullo, la felicidad en los ojos, miles de desconocidos que se abrazaban con euforia. Salían de sus casas, de sus trabajos, de todas las esquinas, brillaban en todos los rincones, todos gritando y caminando por el medio de la calzada, cerrando el paso a los cientos de vehículos que, como nunca un sábado a las tres de la tarde, colapsaban el centro penquista…
Un gol, sólo un gol. Si Pinilla no le hubiera dado al palo en el alargue, si Sánchez hubiera acertado en el penal o si Jara (ay, Jara) no nos hubiera hecho ponernos colorados de vergüenza con su autogol o su penal fallido, quizás nuestras calles sí se habrían llenado de gente y sí nos habríamos abrazado y llorado de felicidad.
Pero a las tres de tarde en Concepción corría una brisa helada, nadie caminando afuera, no había banderas y no se escuchaban bocinazos ni gritos de alegría.
Sí hubo llantos, tal vez no tantos como en ese pequeño oasis rojo en el Mineirao y tal vez no tantos como en los camarines de la Selección, pero hubo lágrimas y yo las vi.
Hay dos cosas que yo sé sobre el fútbol y ambas me las enseñó mi papá, repitiéndolo sagradamente todos los domingos al almuerzo. Una de ellas son los nombres de los jugadores de la selección de Brasil del '62 (Didi, Vavá, Pelé, Garrincha, Gilmar. Recitados siempre en el mismo orden). Ese año, en que fuimos anfitriones de la fiesta universal del deporte del balón, nos enfrentamos por primera vez a los brasileños, que ya tenían fama de campeones. Era el 13 de junio y teníamos a Sánchez (Leonel, menos calugas). Perdimos y nos marcó: Francia '98 y Sudáfrica 2010.
Lo segundo es que la vida es como el fútbol: esfuerzo, disciplina y un poco de suerte. Pero cómo duele ese gol enemigo que nos deja la garganta con un nudo apretado, los ojos vidriosos y la boca amarga. Íbamos a hacer historia.
Tantos cálculos, tantas cábalas ridículas, tantas apuestas imposibles, tantas plegarias divinas, tantas mandas a tantos santos, todos nos íbamos a rapar como Vidal si Chile ganaba.
Penal perdido, pitazo y se acabó.
Sólo un gol. ¿Cómo habría cambiado la historia del fútbol chileno si la Selección hubiera hecho sólo un gol más, si se hubiera acertado un penal, si se hubiera atrapado una de esas pelotas feroces que volaba hacia la red?
Pero afuera las frías calles de Concepción eran como una imagen en cámara lenta, no andaba nadie, no había nada que celebrar. Los hinchas no hablaban, no podían y si lo hacían se quebraban, porque adentro tenían tristeza y la trataban de contener y yo lo vi. Lo juro.
Se apagó la ilusión, guardamos las banderas y los vendedores ambulantes que ofrecían vuvuzelas, réplicas plásticas de la Copa y pelucas tricolores se llevaron su mercadería.
Mi papá no cree en los triunfos morales. El fútbol es como la vida, dice, disciplina y esfuerzo. Se puso su chaqueta y se fue a trabajar.
Constanza