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Cifras que preocupan

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En diversos sectores se ha criticado, en especial en los últimos años, la creación de expectativas más allá de lo prudente en variadas materias. Es lo que ha ocurrido con la denominada 'ley de tolerancia cero alcohol', básicamente porque disposiciones semejantes necesitan de una fuerte y masiva fiscalización, la que ha estado ausente en este caso, por causa de múltiple origen.

Dicha iniciativa legal se implementó en el año 2012, endureciendo fuertemente las sanciones para quienes fuesen sorprendidos manejando bajo la influencia del alcohol o en estado de ebriedad, la cual suponía un aumento en la fiscalización rutinaria. En el primer año la cantidad de accidentes en que el alcohol estaba involucrado efectivamente disminuyó, pero pronto el efecto del temor al castigo fue desapareciendo y ya en 2013 las cifras volvieron a subir, perdiéndose todo el camino ganado.

En el Departamento Técnico y Seguridad Vial de Carabineros se afirma que la cobertura fiscalizadora fue similar en ambas temporadas, de lo cual se desprende que en efecto se produjo el citado relajo por parte de los conductores, lo que debería obligar a redoblar los esfuerzos de control en carreteras y calles de las ciudades.

En números, en el año 2012 se contabilizaron 3.678 accidentes de tránsito en las condiciones ya mencionadas, un 27% menos que en 2011, pero en 2013 crecieron en un 28% con respecto de 2012. Es un período breve el de la comparación, es cierto, pero las señales parecen inequívocas y las estadísticas de accidentes lo confirman.

Expertos advierten que el factor vital que incide en un cambio efectivo del comportamiento de los conductores es la fiscalización, una muy potente, pero todos los antecedentes indican que ella, en ese tenor, no existe. Y agregan que sólo en la medida en que Carabineros esté presente habrá un mayor acatamiento de la norma. Es ilusorio pensar que habrá resultados positivos por la sola contribución y responsabilidad de los conductores.

El desafío, en consecuencia, es contar con más personal y medios en el control policial, en una campaña sostenida hasta cambiar este hábito.

El ombligo seco

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Los niños una vez más han sido protagonistas de la noticia en estos últimos días, y de la manera menos deseable. Recordemos que toda esta faramalla de la reforma educacional comenzó por las marchas en la calle de sujetos a quienes todavía no se les secaba el ombligo, iluminados ellos por el absurdo de la educación gratuita (y de calidad, aun cuando en esta parte no estén muy dispuestos a colaborar).

Luego los vejetes de la política vieron ahí una revolución vicaria, un espejo de lo que en su tiempo no pudieron lograr, y les presentaron su total apoyo, sin calcular que el fiambre se les escaparía de las manos.

Nadie calculó que, como niños que son, no se contentarían con un solo caramelo. De hecho, como se ha demostrado, no se contentarían jamás. La toma, incendio y retoma del Instituto Nacional es prueba de ello. Es como la actualización de viejo refrán de la política, dicen los mozuelos: ¿De qué se trata, para oponerme?

El supuesto de que en una democracia todos tienen derecho a voz, y todos deben ser escuchados, es un error garrafal. ¿Cómo atender el discurso de un muchacho de apenas dieciséis años, que recita consignas que aprendió restándoles tiempo a sus horas de estudio, si por otro lado creemos que la madurez y la razón les llegan harto más tarde a los hombres?

No son ellos, sin embargo, los culpables. Más bien los adultos que les dan trigo y/o los manipulan para sus propios intereses. Y vea el otro ejemplo en la vereda opuesta: en una manifestación contra el aborto, frente a La Moneda, había decenas o cientos de niños enarbolando consignas en poleras rojas, ataviados y acarreados por vejetes y momias de la política. Es un tema complejo, que debe ser discutido como corresponde en un país que pretende alcanzar el desarrollo: sin ropajes de consignas confesionales, y SIN niños.

Tampoco sabemos de dónde salió la plata para comprar e imprimir tantas poleras rojas.

En un núcleo familiar, a los niños se les cuida y se les escucha, pero no se les permite participar en las decisiones complejas porque eso es competencia de los padres. Extrapolando ese modelo, vemos que no se cumple a una escala mayor: cabros de quince años que se toman un colegio porque no están de acuerdo con algún postulado de una ley que todavía no es tal, y autoridades comunales y directores de establecimientos que consienten el descalabro aduciendo razones de libertad de expresión.

No obstante, luego de las tomas reiteradas del emblemático Instituto Nacional, el asunto se ha complicado y la señora alcaldesa de Santiago comienza a descubrir que los menores de edad no deben incidir en los grandes temas del país, que para esa tarea están los viejos.