Casa de naipes
Curioso que Netflix, la compañía que ofrece series y películas on line por un valor mensual, escogiera San Valentín para estrenar la segunda temporada de "House of cards". Una producción donde la crudeza y las intrigas son el combustible para llevar adelante la historia de un político dispuesto a mancharse las manos con sangre para escalar en la Casa Blanca, como ilustra su afiche promocional.
Como sea, millones en todo el mundo estaban atentos a retomar la saga en el día del amor, empezando por el propio Barack Obama, que contaba las horas previas en su cuenta de Twitter. Muchos medios hablan de adicción, ya que como fue hecha para internet se puede ver a la hora que uno quiera y no hay que esperar una semana para el capítulo siguiente. De hecho, es factible descargar todos al hilo para pegarse una maratón.
Pero además de las ventajas de consumo audiovisual que da el formato, la excelencia del guión, la dirección, las actuaciones y la puesta en escena, uno de los mayores atractivos es, simplemente, el morbo. Por algo "The Washington Post" acaba de sentenciar: "puede que desees que no te guste, pero a una parte siniestra de ti le va a gustar".
House of Cards es como "El Príncipe", de Nicolás Maquiavelo y el "Breviario para políticos", de Julio Mazarino, aplicados a una versión audiovisual del siglo XXI. Aparte de que en su presentación rescata la majestuosidad, grandeza y opulencia de la capital norteamericana, recordando que es la Roma de nuestros días; su iconografía, remachada por una bandera norteamericana puesta de cabeza, aclara que seremos testigos del reverso del poder.
Impacta también porque es una secuela construida en base a estereotipos de lo políticamente incorrecto. El parlamentario que lleva una doble vida de drogas, alcohol y prostitución; el jefe de gabinete que lava la ropa sucia de su superior; la directora de una ONG dispuesta a recibir fondos de quien sea; una periodista que canjea sexo por información privilegiada, entre otros ejemplos.
Si bien el relato llega más allá de lo verosímil, da una visión escalofriante de cómo "se cocinarían" los asuntos de Estado a puerta cerrada. Y dado que en casi todos los países el gobierno, el parlamento y los partidos son las instituciones peor evaluadas -escándalos ventilados por la prensa o las redes sociales de por medio-, el espectador entra en el jueguito de "así es como debe ocurrir en verdad" o "ahora lo entiendo todo".
House of Cards mantiene su débil equilibrio en cada entrega, instalándose en la primera línea de la ficción política de nuestro tiempo. Al mismo tiempo, nos recuerda que en este lado del mundo, donde la realidad muchas veces supera al realismo mágico, podemos encontrarnos con proyectos políticos tanto o más inestables que un castillo de naipes, y muchas veces patrocinados por portavoces ciudadanos cuyas reales intenciones son un verdadero enigma.