Perdón no es olvido
En estos días en que hemos revivido el horror del crimen perpetrado por una patrulla militar que quemó vivos a Carmen Gloria Quintana y a Rodrigo Rojas hace casi 30 años, uno de los temas que salta con fuerza a la palestra es el del perdón que atañe a las relaciones entre países, entre personas y también con uno mismo.
A este respecto, son varias las visiones equivocadas que pululan en nuestro medio. La primera y más difundida es la identificación perdón-olvido. Las víctimas que no perdonan se justifican en que el perdón es olvido. Los victimarios y sus simpatizantes dirán que cómo es posible que después de tantos años no seamos capaces de olvidar, de dar vuelta la hoja. Unos y otros cometen el mismo error de la identificación. Pero perdón no es olvido.
Recuerdo a mi querido amigo el rabino Esteban Veghazi, ya fallecido, quien fue sobreviviente del holocausto. Toda su familia pereció en los campos de concentración. Lo vi por televisión en la conmemoración de los 50 años de la liberación de Auschwitz, lloraba desconsoladamente. Cincuenta años después no podía olvidar, sin embargo había perdonado a los verdugos.
No se olvida ni un gran amor, ni un gran dolor. Por tanto, afirmar que perdonar consiste en olvidar es un absurdo: ¿Cómo voy a olvidar algo que me afectó gravemente, que produjo un gran daño en mí? ¡Imposible!
Pero la idea de daño, de herida, puede ser de gran ayuda en la presente reflexión. Cuando uno se ha hecho una herida, esa herida puede sanar, aunque deje una marca. Uno tendrá que aprender a vivir con ella. O esa herida puede supurar, infectarse y conducir incluso a la propia muerte.
El perdón lleva a aprender a vivir con esa cicatriz. El rencor conduce a vivir con amargura, ese veneno que va corroyendo la existencia hasta hacerla intolerable. Por esto el perdón es terapéutico porque sana nuestras heridas.
Lo anterior nos lleva como de la mano a una segunda visión equivocada que dice que para perdonar se tiene que pedir perdón, como si el perdón viniese de afuera. El perdón es una especie de facultad o capacidad que uno tiene y que puede poner en ejercicio por sí mismo.
En incontables oportunidades ha sido el perdón ofrecido por las víctimas el que ha llevado a un proceso de conversión de los victimarios. Esto resulta evidente cuando lo llevamos a nuestra propia experiencia personal. Cuando hemos dañado a alguien, qué gran alivio experimentamos cuando recibimos su perdón, lo hayamos pedido o no, es, en cierto modo, volver a nacer.
El perdón da la posibilidad de corregir y de empezar de nuevo. Por esto que el perdón es terapéutico también para los victimarios: les da la posibilidad de dejar de ser tales.
En tercer lugar, se piensa que otorgando el perdón ya todo está zanjado, pero no es así, pues el perdón no exime de la reparación. El perdonado ha de hacer todo lo posible para reparar el daño causado.
El perdón no es un acto de cobardía sino que requiere una alta dosis de coraje.