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No los moverán

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Al principio eran hermosos: unos carritos verdes, con cuatro ruedas de bicicleta, para vender flores en la ciudad. Hasta parecían una atracción turística con su toldo y su bodega para guardar las azucenas, los lirios y las rosas. Había sido una buena idea: un colorido carrito de la calle. Sin embargo, pronto se le empezó a agregar frutas de temporada, y se necesitó de más espacio. Y cada vez más espacio, hasta que se estacionó y ya nada pudo moverlo.

Cuando el inicial permiso municipal para dichos carros indicaba que no podían ocupar más de medio metro cuadrado de la vereda, ahora vaya a dar usted una vuelta por el centro y se percatará de que varias esquinas se asemejan al patio de camiones de la Vega Monumental y abarcan una superficie de unos catorce a dieciséis metros cuadrados. El casero ahora usa las aceras como punto de acopio: una camioneta viene a surtirlo de cajas de frutas y verduras que se van arrumando ahí, en el rinconcito.

Es más, el caserito y su familia llevan una vida en ese emplazamiento. En la esquina de O'Higgins con Orompello, por ejemplo, el sujeto suele instalar un gran toldo para guarecerse de la lluvia, hasta con un brasero en los pies. Ha dejado apenas una franja de paso a los peatones. Más tarde, queda el rastro de la basura: tallos de alcachofas, hojas de lechuga, fruta descompuesta. Y uno debe caminar por ahí.

La ideología del vendedor ambulante es simple pero eficaz: apropiarse de lo que no es suyo y luego, transcurrido un tiempo, exigirlo como un derecho adquirido. Y ampliarlo. También destruirlo, como ocurre en la peor y más maltratada calle de la ciudad, la cuadra de Caupolicán entre Maipú y Los Carrera. Con tan tremenda inmundicia, uno se pregunta qué idiota irresponsable podrá detenerse ahí para comprar algún producto que en casa se va a llevar a la boca. Ya ve, usted podría ser en parte culpable de este problema, o - por el contrario - podría colaborar en la solución: no compre, no sea cómplice de perpetuar el sistema.

En la semana leí que las autoridades impulsarían un plan para despejar el centro penquista de los indeseables ambulantes, y mantener sólo aquellos con permiso municipal, que no son menos indeseables. Es un anuncio cíclico del que he sido testigo por décadas y que jamás he visto que pueda cumplirse: funciona como la constatación de que algo anda mal, un poco de catarsis, liberación de culpas y nada más.

De acuerdo a mi sano pesimismo, no van a mover ni un ambulante en las calles del centro, permanecerán ahí hasta más allá de la vuelta del tiempo con sus lamentos de "pobrecitos nosotros" y cortando un billete mensual que ya se lo querría cualquier honesto trabajador que paga impuestos.

Trabajo infantil

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Vivir su infancia es el derecho prioritario de los niños, proclamado por los organismos internacionales. Sin embargo, para una parte importante de la población infantil esos derechos se ven coartados, cuando tienen que ingresar a temprana edad al mercado laboral.

Como cada 12 de junio, la conmemoración del Día Mundial Contra el Trabajo Infantil permitió poner nuevamente atención en el tema. De acuerdo con la Encuesta Casen 2013 y la Encuesta Nacional de Actividades de Niños, Niñas y Adolescentes, en Chile hay 229 mil niños, niñas y adolescentes que trabajan, incluso en labores prohibidas y riesgosas.

Pese a que en la Región no hay cifras concretas, en Concepción el programa Pro Niño, en conjunto con el municipio penquista, desarrolló un diagnóstico de calle y detectó que hay 336 niños en esta situación.

Esos menores laboran para ayudar a sus familias, como empaquetadores de supermercados, en el comercio ambulante, lavando vehículos o recolectando cartones. La mayoría de ellos ingresó al mundo laboral entre los 13 y los 15 años. Sin embargo, detrás de esas cifras hay un trabajo oculto, que es el que genera los problemas más dramáticos, porque ahí se encuentra la explotación y el comercio sexual. Basta recorrer las calles céntricas de las principales ciudades en las noches para darse cuenta de esa realidad.

El trabajo infantil es un fenómeno complejo cuya responsabilidad no sólo recae en las familias y los propios niños, sino que es estructural en que los sistemas sociales, políticos, económicos y culturales han contribuido a generar contextos de precariedad y riesgo para un porcentaje importante de la población.

¿Por qué los niños no van a clases y prefieren salir a trabajar? Muchas veces un padre ausente, una madre enferma, hambre, falta de ropa y otros elementos están presentes en estas dramáticas realidades. Es que no hay condiciones aceptables para que un menor realice faenas permanentes y excluyentes, incluso sólo apropiados para adultos.

Lo inaceptable es que deban hacerlo porque la sociedad no brinda las oportunidades necesarias a sus progenitores para contar con el mínimo sustento. Al dejar los estudios se repite el círculo de la pobreza. El niño no se educará, no tendrá preparación, por lo tanto carecerá de un buen empleo y así seguirá marcado por la pobreza.