Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo
En el IV Evangelio es mencionado un solo Juan y éste es el Bautista. Es presentado ya en el Prólogo de ese Evangelio como personaje clave: "Hubo un hombre enviado por Dios, su nombre era Juan. Él vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él" (Jn 1,6-7).
¿Qué hay más luminoso que la luz? ¿Qué necesidad tiene la luz del testimonio de otro? La Luz verdadera, que estaba viniendo al mundo, no quiso brillar por sí misma, sino que quiso valerse del testimonio de este hombre, hasta el punto que todos llegaran a la fe por medio de él, nosotros también.
El Evangelio de este Domingo II del tiempo ordinario nos presenta ese testimonio de Juan que nosotros debemos acoger, si queremos profesar la fe verdadera. Juan sabía que ya estaba en el mundo el Elegido de Dios.
Pero todavía no se había manifestado: "Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes está uno a quien no conocen, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia" (Jn 1,26-27).
Juan había recibido la revelación de que en el contexto del bautismo con agua que él administraba se iba a manifestar: "Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel".
Se iba a manifestar de un momento a otro, pero ¿cómo? ¿con una gran demostración de poder que libre al mundo de la maldad?
Los Salmos esperaban eso: "¡Dios de las venganzas, Señor, Dios de las venganzas, resplandece! ¡Levántate, juez de la tierra, da su merecido a los soberbios! ¿Hasta cuándo los impíos, Señor, hasta cuándo triunfarán los impíos?" (Sal 94,1-3).
¿O se manifestará con signos cósmicos extraordinarios? "La tierra retembló, y hasta los cielos se licuaron ante la faz de Dios, ante la faz de Dios, el Dios de Israel" (Sal 68,9).
Cuando llegó el momento del bautismo de Jesús en el Jordán, él se manifestó por medio del signo anunciado: "Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: 'Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo'. Y yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios".
Pero ese Elegido de Dios no se manifestó ni como un juez que va a aventar a los impíos, ni como un Dios que hace retemblar la tierra.
Juan lo describe de una manera muy distinta: "he ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo".
El cordero es el símbolo de la mansedumbre. Así se presentó el Elegido de Dios cuando vino al mundo: "Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,29).
Juan lo llama Cordero "de Dios", porque toda su realidad es referida a Dios, viene de Dios y va a Dios. Él puede decir con toda propiedad: "el Señor es mi Pastor, nada me falta" (Sal 23,1).
Pero el testimonio de Juan agrega una cosa fundamental: "Él quita el pecado del mundo".
Habla de un pecado en singular. ¿Cuál es ese pecado del mundo? Y ¿cómo lo quita él?
El pecado del mundo consiste en la arrogancia de la autosuficiencia, en la prescindencia de Dios, en la pretensión de no necesitar a Dios para explicar la existencia del universo y el sentido de la vida humana.
El pecado del mundo es el pecado de Adán, que cedió a la tentación: "Serán como dioses" (Gen 3,5), ustedes solos pueden todo.
El resultado es que, lejos de ser como dioses y poderlo todo, por el pecado, los hombres vinieron a ser mortales, que es lo más distinto de Dios que se puede imaginar, como lo expresa San Pablo: "Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte" (Rom 5,12). Este es el pecado que el Cordero de Dios viene a quitar.
Los hombres habían hecho todo tipo de esfuerzos por librarse del pecado, que lleva a la muerte; pero inútilmente: "Es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados" (Heb 10,4).
Para quitar el pecado del mundo era necesaria la sangre de otro sacrificio, era necesaria la sangre derramada del Cordero de Dios ofrecido en sacrificio. Juan nos asegura que ese "Cordero de Dios", cuya sangre quita el pecado del mundo, es Jesús.
El mismo Jesús confirma esa designación cuando dice: "Este es el cáliz de mi sangre... que será derramada... para el perdón de los pecados".
La comunión con este único sacrificio que obtiene el perdón de los pecados, concede vencer a la muerte, que es la consecuencia del pecado: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6,54).
Jesús no viene a condenar al mundo; él viene a salvar al mundo redimiéndolo al precio de su sangre.
Nosotros "hemos sido redimidos... no con algo caduco, oro o plata (como se redime a otros esclavos), sino con una sangre preciosa, como de Cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo" (1Pet 1,18-19).
Recordémoslo, cuando en la Eucaristía el sacerdote exhibe la hostia santa y dice: "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo".
+ Felipe Bacrreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles